El hechicero y el látigo
«Cuando Naciones Unidas aprobaba la Declaración Universal de Derechos Humanos, el sur de Euskal Herria era cuartel para 20.187 policías y militares». Hoy, ese número ha descendido ligeramente, pero sigue habiendo un ratio de policías muy superior al que tienen los países de la UE.
José María Belloch P. fue gobernador civil de Gipuzkoa. Justo aceptar su cargo adelantó sus intenciones: «No se metan con los cuerpos del orden, ni una frase en su desdoro». Era 1977, cuando los grupos paramilitares, las torturas, malos tratos, controles agazapados en la oscuridad y versiones estrambóticas campaban a sus anchas. Aquel año, tantas y tantas denuncias contra las fuerzas policiales, la Dirección General de Seguridad lanzaba a las agencias una divertida noticia: «España es el país con menos policía del mundo». Nadie les creyó, era una burda mentira, pero quedó grabada en los medios de propaganda. Y aquel año también, casualidades del calendario, José Saramago publicaba una novelita en la que el protagonista H. daba rienda suelta a un diario en el que exponía sus limitaciones. Por eso de la simultaneidad, siempre equiparé a H. con Belloch P.
Un poco más tarde, en 1993, Felipe González nombraba a Juan Alberto Belloch J. ministro del Interior y de Justicia. El de Interior era hijo del anterior, sin mayúscula porque, aunque imaginariamente, era muy limitado, sin relevancia. Casualidades del calendario, nuevamente, José Saramago volvía a editar en ese 1993, el mismo año que en Iruñea juzgaban a decenas de insumisos al servicio militar, un poemita que guardé en mi biblioteca: «El comandante de las tropas de ocupación tiene un hechicero en su estado mayor. El hechicero tan solo interviene cuando al comandante de las tropas de ocupación le place usar el látigo». Por eso de la simultaneidad, los insumisos y la ocupación policial de Euskal Herria, siempre equiparé al hechicero con Belloch J.
La ocupación, sin embargo, a pesar del volante de la DGS para confundir a incautos, viene de lejos. No me voy a ir al Paleolítico. Pueden seguir leyendo. Cuando Naciones Unidas aprobaba la Declaración Universal de Derechos Humanos, allá por diciembre de 1948, el sur de Euskal Herria era cuartel para 20.187 policías y militares, el 1,63% de la población de entonces. También, en las poblaciones limítrofes, más de 20.000. De los que, de vez en cuando, realizaban maniobras por si los vascos, incluidos los navarros, se sublevaban cualquier día de aquellos. Tan reales como las de Los Arcos, en las que murieron varios mandos, entre ellos un comandante del Estado Mayor del Ejército español, José Luis Díez T.
El año pasado, cuando Belloch J. dejaba la Alcaldía de Zaragoza, donde se refugió después de su paso anterior por Interior, Hego Euskal Herria contaba con 17.563 policías (no entran en esta lista las policías locales). Parece que el número de la ocupación menguó en las últimas décadas. Pero sigue siendo de escándalo: 703 policías por cada 100.000 habitantes. El más alto de Europa. La Unión Europea tiene 388, Francia 390, Kosovo 566 y Turquía, el malvado Estado de Erdogan, 484.
En 2013, el Parlamento de Gasteiz aprobó, por mayoría, la propuesta de reducir la presencia policial en la CAV. El inefable Fernández Díaz, se tomó unos minutos para «reflexionar» y señaló que «en el País Vasco no sobra ni un policía, ni un guardia civil». El PP, el partido al que ahora apoyará en Madrid el PSOE en ese Frente Nacional en marcha, añadió: «Para que quede claro: es indispensable, oportuna y tranquilizadora la presencia de la Policía Nacional y la Guardia Civil en el País Vasco». En ese año, según el ministro actual de Interior, pasaban de 3.000 los controles policiales que sus agentes habían colocado en las carreteras vascas. Hace poco hemos sabido que cerca de 500 en el último año, en un territorio reducido como Sakana.
Es una ocupación dirigida por un hechicero, por un Ministerio del Interior que se cuelga en su chepa los méritos de la victoria militar franquista en 1939? Pues parece que sí. Hay rotundidad. «Mientras el País Vasco sea España, la Policía y Guardia Civil no se irá de allí», dice desde Madrid. Y lo cierto es que la historia reciente le ofrece argumentos, a España y a sus aliados. Desde el Pacto entre Franco y Eisenhower, en la cumbre del monte Gorramendi de Elizondo se construyó una base del Ejército norteamericano denominada «877 Squadron Warning Control W-6». Durante 20 años su cometido fue todo un misterio hasta que en 1974 las instalaciones desaparecieron tras ser dinamitadas. Los gringos, término despectivo según la Academia de la Lengua española, también por estas tierras.
Navarra, siempre Navarra. La Diputación franquista firmó con el Ejército español, en junio de 1951, un acuerdo para la cesión de las Bardenas. El arreglo estipulaba un arriendo para 25 años. En adelante, las Bardenas se convirtieron en un campo de tiro para los militares españoles y norteamericanos. Cuando España ingresó en la OTAN en 1981, los aviones de los países de la Alianza Atlántica también usaron el terreno como campo de entrenamiento. Hoy, 65 años después, el arriendo sigue y sigue...
Y al parecer no es cuestión hispana, únicamente. Va a resultar que todos esos que dicen reivindican una «nación ficticia» no andan descaminados. O al menos, como aquel Astérix de Goscinny y Urdezo, son capaces de incomodar a hechiceros, comandantes y ministros del Interior y de Defensa. A ambos lados de la muga. Cuando aquella guerra de liberación de Argelia, Ejército francés y español desplegaron ejercicios tácticos, con fuego real, en la zona del Carrascal. Por si había contagio. Nuevamente Navarra. Poco después, las maniobras tuvieron lugar en Urbasa con instructores y asesores norteamericanos. Meses después de los ejercicios de Urbasa, unos tres mil soldados se concentraron en la muga para repeler a un hipotético grupo guerrillero que habría cruzado la frontera por Ainhoa. Navarra, la cuna.
Pero si saltamos esa muga real para españoles y franceses, imaginaria para los vascos que diría Mark Legasse, nos encontramos que ahí, al norte de nuestro país, en Baiona, con el acantonamiento de esos marines de asalto que tienen en su currículo unas de las mayores tropelías de la época moderna. Les llaman técnicamente el 1er RPIMa. Para entendernos, las fuerzas de élite del Ejército francés. Paracaidistas. Las que actuaron en Indochina, en Argelia, en Túnez, en Kuwait en la Guerra del Golfo. Los que procedieron en 2013 en la excolonia de Malí. El hechicero François Hollande apoyó el envío de asaltantes con la cantinela habitual «defendemos la paz». Pero quienes tenemos la mosca detrás de la oreja ya nos habíamos percatado de que, como en Libia, los intereses eran otros. En el de Libia, el petróleo; en el de Malí, el uranio.
Nos recuerdan con un martilleo que, efectivamente produce migrañas, que nos encontramos en una situación normalizada. ¿Cómo lo va a ser si estamos rodeados de cuarteles por todas las esquinas? ¿Si cada vez que saltamos a la carretera tenemos que ir con los cinco sentidos para no sorprendernos con un control de carretera a la vuelta de una curva, en el peaje de una autopista? No quiero parecer pedante al decir que he viajado, mucho, por carreteras de primero, segundo y tercer orden. Por Europa. En menor medida por otras partes del planeta. Y créanme si les digo que jamás he encontrado ese control exhaustivo que aprecio en mi tierra. Quizás en épocas ya casi olvidadas, en Chiapas, en Guatemala, en Perú, en El Salvador. Quizás. Eran países en guerra, en insurgencia.
Pero aquí, nos repiten machaconamente, la guerra se terminó en 1939. El resto son patologías de «cuatro y un tambor» o de esos que «entran en un microbús sin chófer». Si de verdad es así, ¿por qué el índice policial más alto de Europa? ¿Por qué tantos controles de carretera como si estuviéramos en Iraq? ¿Por qué maniobras militares en el Gorbea, en Elgeta en el aniversario de la batalla de los Intxortas? El hechicero de Saramago, el comandante de las fuerzas de ocupación, se proponía dominar la voluntad de las personas. H. conocía sus limitaciones. Y por eso acudió a sus vasallos. Y al látigo. Será por eso.