Historias de fantasmas
El Festival de Cine de Cannes, cita más importante del calendario cinéfilo, cumple 70 años. Quien escribe, por si le interesa a alguien, sopla seis velas en su particular tarta de cumpleaños cannoise. Seis años asistiendo a esta locura de la Côte d’Azur son más que suficientes para que a uno se le aparezcan fantasmas cada vez que comete la insensatez de volver a la Croisette en estos días de máximo bullicio. Que si es humanamente imposible cuadrar en el horario todas las películas que se quieren ver, que si ni dos horas de cola garantizan la entrada a la sesión de ese film tan esperado... Que si todo esto es un infierno sin el cual, a pesar de todo, no se puede vivir.
Con esta angustia entramos a la proyección inaugural, y con este mismo estado de agitación nos recibe Mathieu Amalric, protagonista de “Les fantômes d’Ismaël”, nuevo film de Arnaud Desplechin, pistoletazo de salida oficial (y fuera de Competición) de este nuevo festival de Cannes. La edición de este año empieza con sensaciones encontradas. Entre los ánimos de reconciliación para con el director galo (agraviado hace dos años al quedar relegada su magnífica “Tres recuerdos de mi juventud” a la Quincena de los Realizadores) y la incomodidad de saber que se nos estaba mostrando una versión con 25 minutos recortados respecto al montaje original... que sí se va a mostrar en salas comerciales.
Pues bien, la película que hemos visto se ha saldado en casi dos horas marcadas por este mismo choque de trenes. Volvemos a monsieur Amalric, cineasta en la ficción, atormentado por la visita de los fantasmas de su propio pasado. El pobre hombre, superado por la situación, decide combatir las pesadillas con altas dosis de pastillas, alcohol e insomnio. Y así le va. Un estado no demasiado diferente al mostrado por Desplechin, director que luce orgulloso su propia locura. Tanto delante como detrás de la pantalla.
“Les fantômes d’Ismaël” es puro cine desquiciado. Un inestable pero quizás por esto interesantísimo todo compuesto por unas partes en constante lucha las unas con las otras. Desplechin propone un relato de relatos, donde coexisten (de aquella manera) los recuerdos con las vivencias del presente, los sueños con la realidad, el cine con la pintura, la literatura y, ya puestos, la poesía. Cada nivel con su propia lógica narrativa. Un totum revolutum en permanente amenaza de descarrilamiento. Una imagen perfecta para que empiece la fiesta de Cannes, vaya.
Para bajar un poco los ánimos, y por aquello de no olvidar que el mundo sigue igual de mal fuera del Palais des Festivals, aparece Vanessa Redgrave y presenta (también fuera de competición) su debut en la dirección. “Sea Sorrow” es un documental que coge los dos elementos de su título (el mar y el dolor) para recordarnos, que nunca está de más, el gran drama humanitario de nuestros tiempos: la crisis de los refugiados. De formas básicas y de un didactismo que roza lo elemental, la película gana enteros por su sinceridad activista y por el diálogo que propone con el pasado, ese fantasma que nos habla de la crueldad de un infierno que se repite ad eternum. Como Cannes, vaya.