No solía estar en contra de los espacios segregados de género. Las sociedades gastronómicas no me atraen, pero me parecían inofensivas. Y me parecía interesante que en el movimiento feminista hubiera espacios solo para mujeres. Si la pasividad femenina es uno de los grandes mandatos patriarcales, agruparnos entre nosotras podía tener posibilidades emancipadoras.

Hace tiempo que estos espacios me dejaron de parecer razonables y que me declaro provocadoramente antisegregacionista, sabiendo que si estuviéramos en EEUU no podría hacerlo porque cualquier situación de desigualdad que vivamos aquí es incomparable con su infame historia de separación racial.

Empecé a cambiar de opinión en el trabajo, al observar que los mejores grupos aprovechaban la cooperación femenina y la asertividad masculina. Me sorprendió: viví en una peluquería de Bermeo llena de mujeres explosivas, casi sobrenaturales; mis mejores amigas eran chicas. Me críe en el fantasma del abuso masculino y la idea patriarcal de la excelencia femenina sin darme cuenta. Y aproveché lo mejor de esa cultura, amada por mujeres que amaban a las mujeres, sin olvidar jamás que cuando duele el género, no duele ser mujer, duele el patriarcado.

Sin embargo, lo que más antisegregacionista me ha hecho es ver el abuso en los grupos solo de mujeres, la prevalencia de la cultura de la dominación y cómo se extiende cuando se da por hecho que no puede ocurrir porque se ha dejado fuera al enemigo. Mentira.

Las sociedades más patriarcales fomentan la segregación porque la necesitan. En esa otredad es fácil creer que el problema son ellos, por capullos, o ellas, por zorras. Por eso soy antisegregacionista. Por eso y porque nada ha sanado tanto mis heridas patriarcales, me ha hecho ver tan bien al enemigo ni me ha convencido tanto de que habrá un futuro sin patriarcado que conocer a los hombres que aman a las mujeres. En su compañía, he encontrado las alianzas más nobles y he aprendido a defenderme del abuso de las y los peores.