Ni mis juanetes aguantan esto
Cada vez que salimos fuera, los primeros días tras el retorno suelen ser de un tono bastante plasta. Y es que la carrera para contar a la cuadrilla o a los compañeros de trabajo el maravilloso sitio donde hemos estado, la cala casi desierta que hemos descubierto, el pequeño bar donde comimos el verdadera plato típico a un precio tirado o la proeza realizada al subir a no sé qué monte para visitar una capilla antíquííísiiiimmma parece no tener fin.
Luego se cuenta lo menos bueno para «aconsejarles» y que no caigan en «la que nos metieron». Y a continuación, empieza el que estuvo hace unos años donde tú has estado preguntándote si has visto tal cosa y la otra y, si no lo has hecho, te deja la sensación de que no has aprovechado bien el viaje.
Con más o menos pelmada, todos caemos en ese ritual y eso si no nos hemos adelantado a explicarlo por whatsapp, con fotos incluidas, antes de llegar a casa. Dicho lo cual, paso a contar una pequeña anécdota de algo que he visto no muy lejos de estos lares. Advierto que no es nada extraordinario pero sí que me impactó por lo retorcido del mensaje y la interpretación de una problemática que, desde luego, para nada casa con esa frivolidad.
«Los únicos que tienen derecho a hacer daño a las mujeres son los tacones». Así rezaba, escrito con trazo gordo, el escaparate de una zapatería. Seguro que el gracejo del o de la comerciante que ha ingeniado la frasecita hará sonreír a muchas pero, desde luego, a mí no. Y no precisamente porque mis juanetes nunca hayan aguantado los tacones…