Ego sum lux mundi
En 2013, Abdellatif Kechiche se coronó en una de las ediciones más potentes de la historia reciente del Festival de Cannes. “La vida de Adèle” llegó a la Croisette y se impuso a Payne, Koreeda, los Coen y a muchos otros maestros. El consenso rozó la más apabullante de las unanimidades. Abdel, Adèle y Léa habían obrado un milagro, sostenido ni más ni menos que durante tres horas: el contacto permanente con un personaje que se convirtió en persona; con un deseo íntimo transformado en amor universal.
Después de la Palma de Oro, empezaron las riñas. El equipo de aquella película, al parecer, se llevaba a matar. Kechiche, antes padre protector, se vendió como un dios tiránico. Cuatro años después, el cineasta franco-tunecino sigue con esta estela fatalista. Llegó a Venecia para presentar a Competición “Mektoub, My Love: Canto uno”, película marcada por los rumores apriorísticos de peleas casi mortales entre el autor y los productores. Se dice, se comenta, que Kechiche puso a subasta su premio en Cannes para acabar de financiar el proyecto y, para mayor desconcierto, ahora mismo no sabemos si la cosa se saldará en díptico o trilogía.
Mientras, nos quedamos con un primer episodio a años luz de aquel último prodigio, pero igualmente luminoso (a ratos, prodigioso) en la constante búsqueda vitalista de su autor. El film empieza citando al Corán, recordándonos el carácter divino de la luz. Y así, nos plantamos en el año 1994, en un Estado francés bañado por un sol cálido, cuyos efectos térmicos van a notarse tanto en los personajes como en el espectador.
“Mektoub, My Love” hace del deseo originario, lascivia, y esta, al rato, se convierte en gula. Como quien no llegara jamás a saciarse con los placeres hedonistas de este mundo. Pero todo esto sin olvidar las reglas fundamentales de la atracción platónica. Por lo visto, se puede follar y hacer el amor a la vez. La sangre franco-árabe arde de nuevo a lo largo de otras tres horas en las que la juventud vuelve a llenar cada plano. Kechiche, a lo suyo, dirigiendo a los actores como solo él sabe, moviendo la cámara con una gracilidad animal, capturando el milagro de la vida en ese tartamudeo, ese baile, esa copa de más, esa mirada. Suya es la luz, no hay duda.
Más en la sombra (y no como algo malo) se mostró la otra concursante del día. Vivian Qu presentó “Angels Wear White”, thriller detectivesco que en realidad es drama social y, a la postre, un reivindicable canto feminista en medio de una China ensombrecida por la amenaza de una corrupción omnipresente. Casi omnipotente.
Al final, fuera de competición, Chris Smith nos dio un baño de luces y sombras con “Jim & Andy”, revelador documental en clave de making off de “Man on the Moon”, aquel biopic de Milos Forman dedicado al cómico Andy Kaufman. Pues bien, veinte años después de dicha película, Jim Carrey, su protagonista, comparte con nosotros material entre bambalinas y se abre, casi en canal, para un apabullante ejercicio de desdoblamiento de personalidad(es), cuya fuerza para nada se resiente por el diferido. Lo mismo que estar, durante dos décadas, en la piel de Kaufman, Carrey y, ya puestos, Clifton. Una radiante sobredosis de genio(s).