SEP. 28 2017 GAURKOA Som Catalunya Mario Zubiaga Profesor de la UPV-EHU Somos porque casi lo fuimos. Corría el año 1998. Aquella propuesta democrática firmada en Lizarra se resumía en una frase: «Euskal Herria debe tener la palabra y la decisión». Es decir, «nosaltres decidim». Fallaron algunos factores que han hecho posible la articulación soberanista catalana. Las heridas derivadas del conflicto todavía sangraban, y si a unos les faltó la paciencia estratégica de la CUP, otros estaban lejos de la valentía táctica de Convergència. Los coletazos posteriores –propuesta de nuevo Estatuto y conversaciones de Loiola– fracasaron, sobre todo, porque eran unilaterales, no partían de consensos soberanistas previos. Lamentablemente, tenemos que recuperar hoy los autores de entonces. Morlino nos dice que, en primer lugar, el cambio depende de la potencia del discurso que lo legitima: hoy, la «democracia» catalana vence por puntos a la «legalidad» española. En segundo lugar, la movilización a favor del cambio debe superar a la que defiende el status quo: entendiendo que los 8.000 policías embarcados son parte del movimiento civil estatalista, poco pueden contra los cientos de miles de soberanistas que llevan años movilizándose sin tregua. Y, finalmente, el cambio depende de la pérdida de efectividad de las decisiones sistémicas. En Cataluña han llegado ya a este momento decisivo: ¿Es materialmente efectivo el Gobierno español en Cataluña? ¿Podrá parar el 1 de octubre? Y, sobre todo, ¿Quién gobernará ese territorio ocupado militarmente a partir del día 2? Evidentemente nosotros no estamos todavía en esa tesitura, pero, ¿podemos llegar a «ser Cataluña»? Dicen que no tenemos nada que ver. Es un clásico en el discurso unionista. Irlanda, Escocia, Quebec, Kosovo, Cataluña... No son lo mismo que Euskal Herria. Obviamente las hojas de ruta no son iguales y el tempus no coincide, pero la insistencia en destacar las diferencias es, más que nada, viejuna, por westfaliana. Autoras especializadas en movimientos sociales como Donatella della Porta o Sarah Soule nos recuerdan que hoy ya no existen «asuntos internos». La difusión de los marcos discursivos y los repertorios de acción colectiva activan ciclos de movilización a escala global. La sincronía y la sintonía transfronterizas son una constante, la contención estatal, una excepción. La primera resonancia es la relativa al marco discursivo. Los cambios de régimen reflejan el espíritu del tiempo. En los años treinta del XX el contexto internacional hacía muy difícil sustraerse a las lógicas revolucionarias y bélicas. El ciclo histórico actual se caracteriza por la tendencia a primar un marco democrático y civil para la reforma política, al menos en las sociedades occidentales. Hoy, en Cataluña, Escocia, Euskal Herria, Kosovo o el Kurdistán iraquí... es el voto ciudadano el que define la legitimidad del cambo político. En esta cuestión, «som tan Catalunya» como el que más. La segunda resonancia se refiere a los repertorios de movilización, evidentemente conectados con el marco discursivo democrático. Las técnicas clandestinas o insurreccionales han dado paso, por un lado, a la ocupación masiva del espacio público, desde Tahrir, Occupy Wall Street a las Diadas multitudinarias, y, por otro, a la recuperación de la democracia directa –referéndum–, que permite conocer sin mediación política la voluntad popular. Estos instrumentos replantean las relación entre ciudadanía, partidos e instituciones, de modo que la colaboración se refuerza en detrimento de la mera representación. En esta cuestión, si bien todavía de forma incipiente, también «som Catalunya». Esa doble sintonía se expresa en la activación de determinados mecanismos cognitivos, entre otros, la «equivalencia institucional», o asunción por parte de los actores políticos de que las lógicas institucionales propias son parejas a las existentes en otros lugares. En primer lugar, desde un punto de vista estructural, la equivalencia institucional con Cataluña es casi absoluta. Los estados utilizan la violencia para constituirse y defender su integridad. Incluso los más civilizados. Pero hay sociedades políticamente maduras, liberales en el buen sentido, que entienden que no se puede impedir el derecho de su ciudadanía a elegir la sujeción estatal que estime conveniente. Un derecho, basado en la voluntad individual, que puede reconocerse de forma agregada, de modo que cuando exista una proyección territorial reconocida, sea ejercitado colectivamente. No obstante, existen también países de tradición autoritaria, en los que el jacobinismo izquierdista no es sino el trasunto laico del absolutismo monárquico. Países que conciben la soberanía como emanación de un cuerpo místico, primero el del monarca, luego el de una nación monolítica. Existen países federales en los que la unidad territorial se mantiene sobre la suma voluntaria de las partes, y existen países en los que todo reconocimiento de la diversidad no es sino una concesión graciosa y revocable de la casta dominante. Existen países como Canadá o Inglaterra, y existen países como Francia y España. Son los gobiernos de estos dos Estados los que impiden la decisión libre de nuestros dos pueblos, Catalunya y Euskal Herria. La cultura política de los Estados-matriz nos afecta de igual modo y las diferencias en el rango competencial –concierto económico o régimen común–, o en la filosofía subyacente –foralidad expresa o suprimida–, son irrelevantes, en tanto en cuanto la interpretación de su alcance es siempre de parte. De parte española, se entiende. En segundo lugar, desde un punto de vista dinámico, la equivalencia institucional es cada vez más clara. Las experiencias de acuerdo institucional frustradas son similares: desde el vaciamiento del estatuto del 79 al rechazo de la reforma del 2005, en nuestro caso, y del cepillado estatutario del 2006 al golpe posterior del Tribunal Constitucional, en el caso catalán. El lehendakari Urkullu –citando a una interesante politóloga, Chantal Mouffe–, defendía superar el «marco de enfrentamiento agonístico» para dar paso al diálogo habermasiano y la bilateralidad. Buenas intenciones que desgraciadamente no funcionan en el mundo real, más guiado por Maquiavelo que por Tomas Moro. Cuando uno será siempre minoría en el Estado, esa relación de fuerzas verdaderamente bilateral solo se consigue al modo «agonístico», es decir, con una movilización social sostenida. ¿O alguien piensa que se puede reformar la Constitución del 78 en sentido progresista y plurinacional siguiendo el procedimiento del art. 168, por encima de la mayoría de bloqueo sistémica (PP-C’s-PSOE), sin que exista un desborde movilizador suficientemente intenso y extenso? El nuevo 15-M, la nueva ventana de oportunidad para reformar el Estado, está hoy en Cataluña. El desiderátum confederal –propuesta tan sensata como inconstitucional–, solo es realizable si a los gestores estatales se les presenta un escenario político peor que convierta aquel en un mal menor. El «escenario peor» que Cataluña necesita hacer creíble para lograr el objetivo de fondo –el derecho a decidir–, es la independencia inminente. Es tan torpe el Estado que a lo mejor Cataluña se levanta un día como república, superando sus propias expectativas. Claro está, España está mostrando un «escenario peor» a Cataluña, y por ende, a nosotros: «si queréis más autogobierno, os lo quitaré todo...». El problema es que para implementarlo no tiene otro recurso que la fuerza. Una fuerza que realimenta el ansia de soberanía. El «escenario peor» histórico con el que se defendió mal que bien el autogobierno vasco hasta los años noventa, fue la amenaza velada de dejar de ser dique de contención frente al «separatismo revolucionario». El «escenario peor» que ha permitido esa bilateralidad contante y sonante de los últimos acuerdos PNV-PP, es el espantajo de la conexión vasco-catalana, temible para el statu quo sistémico. Sin embargo, nuestros gestores institucionales son conscientes de que ese marco de negociación está a punto de caducar. En nuestro caso, es imprescindible trabajar para tener disponible un nuevo «escenario peor» que permita ampliar el ámbito del autogobierno. Dicho escenario no es otro que la posibilidad real de ejercitar el derecho a decidir la secesión. Sin condiciones leoninas. Es decir, siguiendo al lehendakari Ibarretxe, seducido también por la ciencia política: se trataría de asegurar una vía jurídicamente operativa de «salida», si no hay respeto a la «voz» (Hirschman). Sin esa posibilidad real, la suerte del autogobierno será azarosa, dependerá de la debilidad puntual del gobierno español de turno. Por eso, porque somos y queremos lo mismo que la ciudadanía de Cataluña –decidir en libertad–, tenemos que llenar las calles de Bilbao el día 30 de septiembre. Siempre han estado a nuestro lado. No podemos fallarles. Por solidaridad, naturalmente. Y si se quiere, porqué no, también por puro pragmatismo. Y por dignidad. A la catalana.