Identidad política y banderas
Los símbolos como las palabras son inocentes. No lo somos las personas que los utilizamos. Las palabras como los símbolos dicen lo que nosotros queremos que digan. Por eso, su significado nunca es homogéneo, ni uniforme aunque usemos el mismo emblema y vocabulario. El lenguaje no es denotativo; solo lo es en el diccionario. En la práctica, es connotativo, más que indicar, sugiere, evoca, rememora. Las palabras y los símbolos están atravesados por la memoria, individual y colectiva.
La identidad de Navarra que supuestamente refleja «su bandera» no es igual para Geroa-Bai que para Bildu, PSOE, Podemos, IU, y, ya no digamos, para UPN o PP. ¿Qué Navarra ven representada en dicha bandera cada uno de los partidos en litigio dialéctico habitual? ¿La de todos los navarros? Ni en sueños.
Cada una de estas formaciones políticas impregna dicho símbolo con los planteamientos que convienen a su ideología. La bandera de España produce el mismo pandemónium de interpretaciones. Por esta razón, hay gente que se lo pasa bomba cuando ven quemar las banderas de los demás. La fiesta de la ignición banderil va por barrios, según sean sus pirómanos patriotas.
Si hubiera respeto, no a las banderas que esto es consecuencia, sino a su causa, es decir, a los proyectos políticos plurales de la ciudadanía, desaparecerían estos aquelarres alimentados con paños patrióticos. Los símbolos no tienen un significado per se; se los damos. Es lógico. Los materiales usados para su confección son asépticos, insípidos, privados de cualquier semántica. Son telas y objetos. Sin más. Lo que significan, después, es producto de una representación mental humana, hecha con fines diversos.
Históricamente, no fue la sociedad quien les transfirió ese particular significado. Lo hizo el poder, de la nobleza, de los reyes y de la Iglesia, esta artera especialista en transferir objetos paganos, sacralizándolos.
Hay gente que ve en las banderas y los escudos el signo de su identidad política. Nada que objetar. Solo lo haré cuando leo: «todos los navarros, sin distinción de ideología, nos sentimos identificados con el escudo de Navarra».
Mentira gorda. No todos los navarros se identifican con la bandera de Navarra, ni con su escudo, sean las que sean. Existen personas a quienes esta simbología no les dice nada, ni representa nada. Y sería de idiotas deducir que se es más navarro por creer en su bandera o en su escudo. Tampoco, menos.
Aceptemos el hecho. Las personas no viven, ni sienten de igual modo esta liturgia laica. Pero la indiferencia simbólica no significa que quienes la vivan no quieran a Navarra, su tierra, sus gentes, su paisaje, sus tradiciones, su cultura, su gastronomía y su jota. Hay que ser muy ingenuo para sostener la hipérbole anterior de que «todos los navarros sin distinción de ideología, etc…». Es, además, falaz afirmación, porque la variedad de versiones de símbolos, que se exhiben, son la demostración de la presencia de distintos planteamientos ideológicos a lo largo del tiempo. Ninguno a gusto de todos. Y, si para colmo se termina equiparando la bandera de Navarra con Osasuna, «símbolo en el que convergen todos los navarros» –se dice el pecado, no el nombre del pecador–, diré que se trata una melonada tan grande que ignoro cuál pueda ser la siguiente estupidez que la supere.
El debate sobre esta cuestión no es baladí. No lo es, porque forma parte del discurso oficial con el que se intenta asentar la situación de Navarra como provincia española, explicando su historia pasada desactivando aquellos hechos que afirman su protagonismo, sobre todo, presentando su conquista por el Falsario como circunstancia lógica, necesaria y providencial, en el devenir histórico de España. ¿Que exagero? Ni una coma. Lean a los Del Burgo, padre e hijo, y a aquellos que bailan al compás del mito de las cadenas contra el moro, incluso después de desmontarlo Ambrosio Huici en 1912, para confirmar tal evidencia.
Es en esa adaptación falseada de los hechos, donde se inscribe la polémica actual de los símbolos, bandera y escudo. Para restarles importancia, algunos aducen, por ejemplo, que el carbunclo del escudo de Navarra no es tal, sino un refuerzo metálico sin valor simbólico alguno. Para ello, invocan que la Heráldica nació más tarde…, como si hubiera un edicto fechado para tal eclosión nobiliaria y el valor simbólico estuviera en el objeto y no en el sujeto que lo transfiere a este.
Si fuéramos consecuentes con este planteamiento, se concluiría que en esa época, Navarra estaba poblada por gañanes ignorantes que se dedicaban a poner en lugares como la catedral de Tudela o San Miguel de Estella, en monedas, sellos oficiales, etcétera, unos escudos adornados con hierros de refuerzo, que nada representaban, y que, ¡oh, casualidad!, entre los miles de tipos diferentes que pudieron escoger eligieron el que años, después, «igualico igualico», sería el que representaba a Navarra. ¿Dónde estaban los refuerzos similares de los escudos de otros países, Castilla, Francia o Inglaterra, en catedrales o lugares de referencia?
Apelar a que la Heráldica «nació más tarde» es argumento banal y manipulador. La Heráldica no tenía la función de descubrir y explicar símbolos, pues tenían vida propia desde antiguo, sino de regular y controlar el acceso de los pretendientes a la condición de noble.
También, se dice que hubo antecedentes a las descripciones que se hacen de la bandera de Navarra, entre ellas las de Correa, pero, a continuación, se cuestiona el valor simbólico con el que se enarbolaron: que si lo hicieron en representación del rey, del reino, de la milicia local o como simple bandera de guerra. Tales disyuntivas conducirían a imaginar que los navarros, antes de sus enfrentamientos armados, serán asesorados por algún psiquiatra-nigromante, que les aclararía tal empanada simbólica y, así, tras la terapia, saldrían al campo de batalla a repartir mandobles, interpretando algo más seguros su papel.
En cuanto a discutir si eran símbolos particulares, exclusivos de los monarcas y que no representaban al Reino, busca un claro objetivo torticero: sostener que Navarra no tenía más conciencia de pertenencia que la de salir al trote gregario del noble de turno. De ser así, ¿cómo fue posible que, monarca tras monarca, utilizasen el mismo símbolo y que, «no siendo ese mismo el de Navarra», terminase siéndolo? No sé, pero hay casualidades que ni el cálculo de probabilidades más «flipante» aceptaría.
Analizar los símbolos desde el presente, negando que «entonces» no significaban lo que hoy, es oportunista «verdad a medias», porque lo que se pretende es negar a Navarra el valor político que tenía. Que los símbolos de hoy no puedan trasladarse al pasado –¡ni falta que hace!–, no impedirá que muchos navarros se vieran representados por el carbunclo y tuvieran conciencia clara de pertenencia a Navarra, tan prístina como la que dicen algunos tener en el presente.
Sea como fuere, que no como dicen los Del Burgo, Navarra no es el problema. Ni su bandera, ni su escudo, sino la ambición política de tirios y troyanos, a quienes sigue molestando la historia pertinaz de su soberanía. Ese es el quid. Nada simbólico, por cierto.