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El Cristo de la Cospedal


Ni Cristo iba a sospechar que su muerte fuese jaleada en sacrosanto silencio gracias al movimiento pendular de unas banderas izadas a media asta en los edificios del Ejército español. La responsable de este loor diferido, tras dos milenios del deceso del homenajeado, ha ordenado, ya lo hizo en 2017, que las banderas «medioastadas» flanquearan al viento desde las 14 horas del Jueves Santo hasta las 00:01 del Domingo Resurrección. Es decir, el tiempo que transcurrió, según tiene entendida la ministra del ramo militar que no teológico, entre el momento en que Cristo fue arrestado por los romanos hasta que lo crucificaron y, finalmente, resucitó motu proprio.

Seamos piadosos y olvidemos por un momento que Cospedal ignora que vivimos en un Estado aconfesional. Porque, si lo supiera, daría lo mismo. Hará lo que le dicten sus creencias personales como católica y «mantillera procesional» que es. Sería inútil invocarle el reglamento militar. De hecho, la Asociación Unificada de Militares Españoles (AUME) ya le recordó en 2017 que su actuación de Defensa contraviene la legalidad. Según el secretario general de AUME: «Con esta instrucción desobedecen el Real Decreto que regula cuándo se deben rendir honores fúnebres; en esa legislación deja claro cuándo y en qué situaciones se deben rendir y no pone que se deba realizar por actos religiosos».

Como si se lo dicen en arameo. En esta materia, el gobierno de Rajoy y sus acólitos, desde 2011, siguen el protocolo que marca sus creencias particulares y no las derivadas de la Constitución (art.16.3).

Cospedal se aprovecha impunemente del poder que le otorga ser ministra para imponer por encima de la ley sus opiniones individuales religiosas, sabiendo, además, que discrimina a quienes no piensan ni sienten lo mismo en dicha materia, y que al hacerlo incumple la Constitución y el citado Real Decreto. En realidad, le importa un bledo lo que el resto de la sociedad consuma en materia confesional o no.

Así que demos por cumplido que la decisión de Cospedal obedece a sus creencias personales confesionales que coloca por encima de las legales. Así que ahondemos en ella y comprobemos el basamento doctrinal en que las sustenta.

Los católicos basan en Jesucristo la apuesta de su fe. Y todos hemos oído decir que, una vez estirada la pata, resucitaremos. Una merced del Altísimo. Incluso lo harán quienes no lo desean, lo que tiene su coña metafísica. ¿Por qué resucitar si uno no lo desea? ¿Hay que hacerlo por obligación transcendental? Si siempre se ha dicho que Dios ha dejado al hombre actuar libremente, ¿por qué obligar a nadie a resucitar cuando ha plasmado ante notario su deseo de no hacerlo? Algo falla en este teorema.

Y resucitar ¿cómo? ¿De pie, sentado, tumbado, tendido prono o supino; en el mismo lugar en que se encontraron nuestros cuerpos cuando nos morimos, lo que daría a situaciones confusas y tragicómicas? Consolémonos pensando que el decoro divino nos salvará de hacer el ridículo, incluso después de resucitados. Esperemos. ¿Y qué pasará con los cuerpos de quienes, desobedeciendo a la Iglesia actual, fueron reducidos a cenizas por sus familiares y guardadas en el frigorífico de la cocina o arrojadas al pozo del jardín de casa? ¿Cómo se recuperarán tales polvos? ¿Regresarán a la funda carnal o al alma que en vida les dio ánimo, consistencia y movimiento?

La Iglesia tampoco aclara si resucitaremos al estilo Jesucristo, a su imagen y semejanza, que sería lo más pertinente. Si fuimos creados como calcomanía de su Padre, lo lógico sería resucitar como lo hizo su hijo. Pero no hay ninguna encíclica que lo asegure. El único que lo sabía de verdad era Benedicto XVI y el hombre se retiró a su particular Tebaida sin aclarar nada al respecto. Y ni por asomo queda despejada la incógnita de si dicha resurrección se hará en formato individual o colectiva, si en mogollón o de uno en uno, en plan populista o en clave socialdemócrata. Es un enigma que no ha resuelto la teología moderna.

Como puede apreciarse todas estas supersticiones transcendentales presentan muchas dudas razonables. A ellas, podríamos añadir las derivadas de las preguntas sin resolver relativas a si solo resucitará el alma tradicional, entendida como realidad inasible o ectoplasma más o menos transparente. O si, por el contrario, resucitará el cuerpo en lo mejor de su edad, con plenas facultades mentales, que es lo que le gustaría a la mayoría, o, por el contrario, estigmatizado con los estertores del último ictus sufrido o con el Alzheimer en el instante en que comenzaba a nublarnos los últimos recuerdos placenteros de la vida. A ciencia cierta –bueno, hablar aquí de ciencia es como mentar la física cuántica en un vestuario de futbolistas–, no se sabe nada de estas melopeas metafísicas.

Nada se dice, tampoco, del estado en que se encontrará el alma al resucitar de su mortal placidez, habida cuenta que a lo largo de la vida habrá sufrido su correspondiente desgaste. El alma de Dorian Gray ya vimos cómo terminó, según su creador Oscar Wilde.

En “La Divina Comedia”, cuando la gente no sabía cómo era el infierno, el cielo y el purgatorio, y se morían de ganas por saberlo, Dante tuvo la osadía artística de dibujarlos con palabras. La gente que leía aquellas descripciones entraba en coma nefrítico, debido al miedo que les entraba por la «rectancia». Las conversiones fueron multitudinarias. La Divina Comedia consiguió aumentar el número de católicos como nunca lo hizo un padre dominico con sus terroríficos sermones de cuaresmas.

Sería bueno saber en qué supersticiones escatológicas de las apuntadas imagina Cospedal cuando obliga en contra de la Constitución y del Real Decreto izar banderas a media asta por motivos religiosos. Al fin y al cabo, detrás de cada motivo religioso se esconde toda una parafernalia supersticiosa a cuál de ella más espléndida. Al actuar de este modo, cual si se tratara de una abadesa conventual, Cospedal coloca el poder religioso y sus fantasmagorías supersticiosas por encima y en contra del poder civil, arrojando piedras contra el propio Estado al que debería representar si tuviese dos dedos de frente laicos como le obliga la Constitución.

No solo. Utilizando un poder que le ha sido concedido por la sociedad, la muy diferida se arroga con total impunidad el derecho a imponer a la mayoría de la sociedad una creencia en la que no todos los ciudadanos creen, menos aún en las variopintas supersticiones que la Iglesia se ha inventado alrededor de la figura de Jesucristo, en especial, referidas a su resurrección, y mucho más a la resurrección que les espera a quienes, como Cospedal, se consideran fervientes seguidores. La verdad es que dicho furor teológico debería guardárselo para manifestarlo en su casa o en su parroquia.

En este sentido, la AUME se quedó corta denunciando el comportamiento ilegal y supersticioso de Cospedal. Si este gesto de la AUME cuestionaba el tradicional oxímoron entre inteligencia y militar, más lo haría si diese un paso al frente y sin ningún tipo de rubor exigiera la dimisión de la ministra.