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IKUSMIRA

La propina, esa sana costumbre


No soy amiga de dar ese donativo instaurado como costumbre, sobre todo en este Estado donde todo se ha arreglado, desde siempre, con una buena propina. Alguien alegará que es cultura; y sí, debe serlo, de la de verdad, de la que marca estilo y estilaje. Para esto, los orientales son más dignos. En Japón todavía se considera una ofensa y en China, si dejas algún dinerillo extra, probablemente te persigan desde el restaurante para devolvértelo.

Hace un año que desde el Ministerio de Turismo español se lanzó, a modo de globo sonda, la idea de la obligatoriedad de la propina en los establecimientos hosteleros. Las facturas aumentarían en un 10% y todo serían beneficios: ingresos para Hacienda, ahorro en sueldos y, consiguientemente, bajada del paro. Brillante. Lo mejor es que no deja de seguir la línea trazada por la costumbre. Porque lo de la propina es un modelo magnífico para el sistema y pernicioso para los trabajadores. Permite mantener los sueldos por los suelos y, además, escenifica a la perfección la jerarquía de poder. El trabajador cobra la mitad y la otra mitad se la tiene que agradecer al jefe. Un buen redoble de servilismo.

Salvo de mi oposición innata a las dádivas a los artistas callejeros, un grupo que considero merecedor del donativo, porque siempre dan algo a cambio. Son esos músicos, malabaristas, estatuas y mimos que sufren ahora la crisis de la calderilla y soportan estoicos al estúpido que coloca a su niño al lado para hacerle la foto sin dejar un euro. Como si fueran parte del mobiliario urbano. Estos sí se la merecen.