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Sobre el bochorno


Hace calor en Irun. Estos últimos días ha hecho bochorno. Parece que lo va a seguir haciendo hasta finales de junio. El bochorno –en junio– lleva visitando esta pequeña ciudad unos cuantos lustros.

Un profesor mío –uno de esos con los que bebes cerveza para paliar las altas temperaturas– dice que la tecnología es un arma de doble filo tan relacionada con el desarrollo urbanístico de las ciudades, como con la destrucción de las mismas. Tiene razón, a principios de siglo XX los humanos descubrimos cómo volar, y por desgracia, ateniéndonos a la segunda parte de mi profe, volar permite bombardear ciudades y personas con aspecto de hormiga. Lo mejor de aplastar hormigas es la dificultad para verles el rostro. Es complicado empatizar con una hormiga. La tecnología aleja el zoom y contribuye al anonimato, haciendo un regate histórico al sentimiento de culpa.

Si repasamos las más singulares transformaciones urbanísticas previas a los hermanos Wright –Roma, París–, podemos imaginar las muchas horas en el confesionario que pasaron Sixto V y su arquitecto de cabecera Domenico Fontana, o Napoleón III y el barón Haussmann. Y todo a razón de la pólvora, que te obliga a controlarla de cerca, mientras la chusma del barrio que vas a tirar abajo –con sus rostros– se te echa encima.

Debía de ser un verdadero incordio. Pero aparece el avión, y con él visualizamos a un señor con bigote que no pestañea dando al botón rojo sobre Varsovia (1939), Rotterdam (1940), Londres (1940-1941) o Belgrado (1941), y sin pasar por confesionario alguno, acaba la faena comiendo un Gepökeltes Eisbein con chucrut y música tirolesa de fondo.

En realidad, en ambos casos la receta viene a ser la misma: construir; arrasar; volver a construir. Se trata del urbanismo mediante la guerra. O de la guerra y la oportunidad. O de la violencia y el negocio de la ciudad.

Irun. Antes del helador verano de 1936, nuestra plaza de la República –hoy plaza de San Juan– tenía un aspecto muy diferente al que he contemplado esta mañana previo sortear los treinta y seis escalones de acceso a la biblioteca municipal. Cuatro caras. Cuatro. Sin pérgolas curvas. Cerrada y acogedora. Bien colocada al paso del Camino Real. No se necesita más. No hay grandes aberturas en esa plaza, por eso carece de calle Prudencia Arbide que separe la Casa Consistorial del edificio de al lado.

La plaza no sólo expresa centralidad en un núcleo histórico que es –como todos– confuso. La plaza de la República da pistas de cómo moverse en el espacio público. La pista territorial es clara. Hay un cartel que indica «por aquí a San Sebastián», y otro que indica «por aquí a Bayona». Bien, si queremos ir al primer lugar, subimos la calle Mayor; si queremos pasar a Francia, bajamos la cuesta San Marcial. Si nos centramos en la pista en referencia a la escala local, la plaza, que no es exactamente un paralelogramo cuadrado, anuncia mediante el suave giro de una de sus caras, esa que compite frente a frente con la solemnidad de la soberanía popular, la entrada a una vía importante. Se trata de la calle Iglesia, muy diferente a la actual que flanquea el inhóspito espacio de Jenaro Etxeandia. Es una calle estrecha, con viviendas a lado y lado, y pequeños comercios en sus plantas bajas. La calle, sin duda tiene vida, y las fotografías muestran pequeños balcones repletos de gente al paso de cualquier festividad. Las vías del tranvía, que salen prácticamente bajo los toldos del antiguo Casino de la Amistad, en la citada plaza, acompañan nuestro itinerario.

Avanzamos, y en cierta manera, la calle nos interpela como caminantes. Se plantea una decisión que debemos tomar nada más haber avanzado los primeros cuarenta metros. Es más importante de lo que pudiéramos imaginar, el urbanismo nunca es casual. Frente a nosotros encontramos una manzana de casas que divide nuestro recorrido a un lado y a otro. Esta cuña nos ofrece dos opciones: girar a derecha, o girar a izquierda. ¿Qué hacer?

El 30 de junio de 1936, poco antes de que un ejército profesional llegara a Bera para, además de tomar la frontera, matar rojos y hacer saber a sus mujeres lo que son los hombres y no milicianos maricones –Queipo de Llano dixit–, el general del alarde ficticio de San Marcial, grita ante la multitud allí presente ¡Viva San Marcial laico! Todavía la ciudad no se ha llenado de policía antidisturbios, tampoco el plástico negro se ha puesto de moda en la comarca, pero sí, el revuelo es grande, ya en 1936.

Nicolás Guerendiain había tomado el camino de la izquierda, que lo conduciría a un moderno ensanche, luminoso, con cafés y árboles que en aquel junio se encuentran a pleno florecer.

El ensanche es modesto. El trazado de Cortázar es evidentemente reducido en comparación al de San Sebastián, pero la cuestión a resolver es a su vez concreta: conectar el núcleo ferroviario al núcleo poblacional. Surge el eje Paseo de Colón. Es en los puntos de fuga de la nueva avenida donde la ciudad moderna reestructura y compone su paisaje: Xoldokogaina al este, Jaizkibel al oeste. Este es el nuevo marco.

Guerendiain, que sería el futuro comandante del nada ficticio Batallón Rosa Luxemburgo tras el golpe de estado del 18 de julio, había optado por la modernidad. Desde esa bifurcación y siguiendo las vías del tranvía, llegaría al barrio de la estación, que lo conectaría con Europa –la moderna Europa–. Lejos quedaría el pasado inundable, oscuro e insalubre de las cotas más bajas alrededor de la iglesia del Juncal y la plaza Urdanibia.

Lamentablemente, 1936 es un año trágico en este lugar que seguimos habitando. Bombardeos, y muchas hormigas con lejano rostro corriendo por las calles. Nuestra ciudad y nuestro patrimonio arquitectónico heridos de muerte, como tantas y tantas vidas dignas de ser vividas. Nunca más hubo bifurcaciones. El poco tejido arquitectónico que sobrevive a la guerra es desmantelado progresivamente hasta ser ocupado primero por la nada (un inmenso parking para coches), y más recientemente por –todavía proyectos de– auditorios y hoteles: construir; arrasar; volver a construir.

Pasan los fascistas. Toman Pikoketa, Erlaitz y San Marcial. Irun arde. Conocidos apellidos del muy grande y libre país preparados para llenarse los bolsillos. En el futuro, la calle Iglesia no llevaría a más lugar que el que su nombre indica. La izquierda derrotada y sólo un camino por tomar a derechas.

Guerendiain, aquel hombre que exclamara por una festividad laica cuando florecían los árboles del paseo de Colón, fue torturado, paseado, y asesinado en el mismo lugar donde hoy, ochenta y dos años después, en este bochornoso mes de junio, se reivindica con torpeza una tradición mal entendida, y con ello la ausencia de plazas, bifurcaciones, y deseo de modernidad.