Achicharrados
Tengo la sensación de que las imágenes seleccionadas que se nos ofrecen de los incendios provocan terror. Asustan, provocan pesadillas, desazón, nos colocan ante la furia del fuego y de la incapacidad de pararlo con medios propios. En estos momentos son demoledores en Grecia, de las cercanías de Atenas, y nos hablan, de momento, de más de cincuenta muertos. Cincuenta personas achicharradas en su huida o en su imposibilidad de escapar de las llamas del apocalipsis veraniego, declarado por la avaricia humana. En los patios de sus propias casas, en sus automóviles o corriendo desesperados hacia el mar, ese mar Mediterráneo que tanta presión está sufriendo con miles de personas intentando atravesarlo y encuentran el horror. Todos huyen de diferentes incendios. Estos incendios que se aseguran ser provocados por la mano criminal de algún sicario de unos intereses urbanísticos indeseables, forman parte, desgraciadamente, de una secuencia interminable que nos acompaña cada verano, generalmente en lugares de la cuenca mediterránea pero que, dada la situación global, es decir del cambio climático, este año han tenido también sus casos nórdicos, en montañas suecas, con unas temperaturas no habituales. La situación está desbocada y en un mismo hemisferio podemos conocer catástrofes por agua o fuego. Y es difícil determinar que provoca más terror cuando las poblaciones son atrapadas por las llamas o por las aguas desbocadas. Achicharrados o ahogados. Mala elección. Vamos a insistir en que, muchas de las violentas y crudas consecuencias de estos fenómenos, los ha provocado la mano de la civilización, del llamado desarrollo sin límites. Estas catástrofes no son naturales. Y si lo son de alguna manera en origen, no sus resultados devastadores. Ahí es donde la culpa se reparte.