OCT. 07 2018 DE REOJO Caballé Raimundo Fitero Ha colapsado el fin de semana la muerte de Montserrat Caballé. Eterna. Ochenta y cinco años y una risa cautivadora. Problemas de salud graves desde hace décadas. Una voz incomparable. Va a costar escuchar o leer una noción ligera que vaya contra esta soprano, quizás una de las últimas divas, la gran dama de los momentos de popularización de la ópera. Había tres tenores, pero una sola soprano que reventaba los aforos. La que cantó junto a Fredy Mercury en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona y alcanzó las mayores cuotas de popularidad universal, más allá de los siempre elitistas y cerrados ambientes operísticos convencionales. Su voz, su incuestionable categoría vocal, su fraseo, su calidad forman parte destacada de una historia de la ópera del siglo veinte que rompió la jaula de cristal y diamantes de los grandes teatros especializados de todo el globo. Y su risa. En la televisión era un personaje que ofrecía magníficas entrevistas. Durante unos años tuvo muchas intervenciones televisivas. Era un regalo para los presentadores, porque fueran por donde fueran las preguntas, técnicas, anecdóticas, vitales, siempre se contestaban con respuestas inteligentes, cercanas, comprensibles. Y cantaba en directo, con su pianista. Y se reía. Y se reía. Y su risa se convertía en un estallido, en una imagen que perdura fuera de todo contexto. Hoy se escucharán algunas de sus interpretaciones geniales, su repertorio era extenso, pero será su risa la que cuaje, la que convierta este óbito en una ceremonia de la vida, de la belleza, de la cultura. Detrás de ella han aparecido magníficas sopranos, Ainhoa Arteta, María Bayo, entre otras, pero como la Caballé será difícil que alguien alcance su trascendencia, calidad y reconocimiento. Ni su hija, Montserrat Martí puede seguir su estela.