El deporte de élite ha logrado una gran notoriedad en nuestra sociedad. La rivalidad deportiva representa como ninguna otra actividad la competencia y sitúa la lucha por la victoria como el fin y aspiración suprema de cualquier esfuerzo, valores ambos que encajan perfectamente con la idea que se trasmite de economía de mercado. A su importancia simbólica se suma la creciente trascendencia económica. El deporte se ha convertido en un gran negocio que es muy cuidadoso con la repercusión social de todo lo que ocurre a su alrededor. Así, a diferencia de hace algunos años, en la actualidad los deportistas profesionales aleccionados evitan los pronunciamientos abiertamente políticos –salvo contadas excepciones–, así como cualquier opinión personal que se salga de los estándares del consenso social.

Sin embargo, con las hinchadas hay muchísima más permisividad. De hecho, las peñas de hinchas se han convertido en un filón para los gropúsculos de extrema derecha. Los gritos de ánimo hacia su equipo se convierten muchas veces en insultos hacia el adversario: injurias que a menudo tienen un componente racista u homófobo inaceptable. Mientras que contra los insultos racistas se han ido tomando medidas contundentes para erradicarlos, no parece que se dé la misma consideración a la homofobia. Así, en Estado francés ha saltado la polémica cuando la presidenta de la Liga Profesional de Fútbol gala, Nathalie Boy, restó importancia a los insultos homófobos diciendo que eran parte del «folklore del fútbol». El debate ha rebotado en Euskal Herria, donde el presidente del equipo de rugby Biarritz Olimpique, Jean-Baptiste Aldigé, ha denunciado en los tribunales a su eterno rival, el Aviron, por un vídeo en el que le insultaban con cantos de contenido homófobo. La tibia respuesta de la dirección del Aviron avivó la polémica tanto, que finalmente tuvo que rectificar.

Sobra este doble juego en el deporte de élite. Y los directivos tienen una especial responsabilidad en que termine.