MAY. 20 2019 TEMPLOS CINÉFILOS Con las orejas pitando Victor ESQUIROL La mayor atracción de hoy en Cannes (o la de ayer, ya no se sabe), estuvo más allá de la competición por la Palma de Oro. La encontramos, de hecho, en horarios muy poco competitivos... o demasiado, según lo que cada uno llevara en el cuerpo. En sesión golfa de media noche (es decir, cuando nuestro cerebro ya no distinguía entre el «ahora» y el día siguiente) apareció el enfant más terrible de todos. Gaspar Noé (quién si no) se apropió del Grand Théâtre Lumière junto a Béatrice Dalle y Charlotte Gainsburg. La excusa, justo un año después de la trepidante “Climax”, era la presentación de su nuevo trabajo: “Lux AEterna”, una pieza de cincuenta minutos en la que el franco-argentino invocó a (o se escudó en) Carl Theodor Dreyer, Jean-Luc Godard o Rainer Werner Fassbinder para fustigar a diestro y siniestro, y tanto a un lado como al otro de la pantalla. La coartada meta-fílmica consistía en juntar a dos veneradas actrices y ponerlas en una película sobre brujas, y esto a Noé ya le pareció suficiente para proceder con las torturas. Nosotros, por supuesto, encantados. Así transcurrieron cincuenta minutos (de momento, ni uno más), con el estrés definitorio de cada plató, y con ese rush final que tanto le pedíamos. En la intensa escena que serviría de clausura, los que nos quedamos por poco no fuimos presa de un ataque de epilepsia. Gaspar Noé partió la pantalla en dos y nos hizo arder con una tempestad abusiva de ruidos y colores. Tal y como venía en el programa. Los ojos y las orejas, sangrando: todo en orden. Lo mejor es que de vuelta a la competición, los ánimos siguieron caldeados. Diao Yinan (sorpresa mayúscula en 2014 cuando conquistó, contra todo pronóstico, el Oso de Oro de la Berlinale con “Black Coal”) volvió a la carga con “The Wild Goose Lake”. La premisa era sencilla y la historia en sí, más allá de un par de saltos temporales y de algún que otro cambio en el punto de vista, también. Lo que planteó el director chino fue una caza humana: un criminal se convertía en el hombre más buscado del país después de matar, sin querer, a un policía. Y a partir de ahí, levantó lo que solo cabría denominar como «thriller masivo», es decir, una película cuyas tensiones, angustias y, claro, asfixias, se construyeron a partir de una geografía superpoblada. Ahí estaba el auténtico (e impresionante) punto de interés: en esos espacios; en esa gente que los habitaba en omnipresente aglomeración. Así, el noir se convirtió en pesadilla de corte kafkiano; en un impresionante lienzo donde quedó dibujada una sociedad a todos los niveles abarrotada... ¿desbordada? Por último, llegó la calma, por fin, y se confirmó una diversión en la que el espectador no salió perjudicado (ídem). El rumano Corneliu Porumboiu presentó “La Gomera”, impecable deconstrucción del cine de intriga y engaños. En «la perla de las Islas Canarias», un misterioso hombre aprendió el lenguaje de los silbidos. Con él, pretendía dar un gran golpe imposible. Pretendía ejecutar un plan solo apto para las mentes más lúcidas. Y ahí Porumboiu se lució. Silbando; sin despeinarse.