Mikel CHAMIZO
QUINCENA MUSICAL

Un réquiem por la unidad 

Con sus ochenta minutos de duración e intrínseca complejidad, el “Réquiem de Guerra” de Britten es un reto arriesgado para todos sus participantes: la orquesta se divide en dos grupos y uno de ellos, el de cámara, tiene que rendir con virtuosismo; la soprano debe elevarse a menudo sobre una gran masa sonora, y los dos solistas masculinos encontrar ese difícil punto expresivo entre la marcialidad y el humanismo; el coro tiene un papel difícil, ya que su función se reserva a casi todos los momentos clave de la enorme estructura musical; pero, quizá, el mayor reto lo tiene el director, que debe dar unidad a todos estos elementos y sacar adelante una obra que dista de ser perfecta, pues atesora muchos momentos brillantes pero otros no tan interesantes.

Como era de esperar, Harding tenía las ideas clarísimas sobre cómo abordar la música de su compatriota, que conoce tan bien. El “War Requiem” lo ha interpretado en varias ocasiones en los últimos meses y lo concibe como una obra cuyo mensaje político está muy vigente en los tiempos del Brexit –Britten la creó en defensa de la unidad de Europa tras las guerras mundiales–. Su visión de la partitura es la de quien comparte lo que el compositor defiende en ella, y quizá por eso todo resultó tan convincente en su versión, que incluso en los momentos más imponentes pareció guardar cierta reserva, sin caer en el pesimismo ni el triunfalismo.

La Orquesta de París rindió con precisión a las órdenes de Harding, pero hay que reconocer ante todo el gran trabajo que realizó el Orfeón Donostiarra. En su interpretación se notó cada minuto de los meses de ensayo que han dedicado a prepararla, y el extraordinario pianissimo al niente con el que cerraron su actuación fue tan solo la guinda a una de las mejores actuaciones del coro de las que yo tenga memoria. A este mérito hay que añadir la de la sección infantil, que sonó angelical y aportó una dimensión casi mágica.