Treviño vs. Barba Azul
S eSorprendente la elección de dos obras como la Suite vasca de Sorozábal y Gaspard de la Nuit de Ravel para acompañar a la ópera El castillo de Barba Azul. Sorprendente y prescindible, como hizo notar con su actitud el propio Maestro Treviño: en el caso de la suite, por el poquísimo empeño que le puso a esta deliciosa obra –a pesar del impecable y casi desapercibido trabajo de la coral Andra Mari– y, en el caso de Ravel, la propia elección de una muy mejorable orquestación de Marius Constant sobre una obra absolutamente pianística ya sería significativa, pero la interpretación tan poco sutil que ofreció Treviño reafirmaba la idea de que esta primera parte era completamente accesoria.
Muy distinto fue el caso de la ópera del húngaro Béla Bartók, una obra admirable de elaborado sabor orquestal que utiliza recursos impresionistas para crear su propio lenguaje, envolviendo con sombras y misterio una trama que tiene más de estudio sicológico que de cuento; una pequeña obra maestra que atrapa desde el declamado inicial hasta después de que el último eco se desvanezca.
A la magia de esta ópera contribuyeron enormemente las dos voces que la encarnaron: la mezzosoprano Rinat Shaham como Judith y el bajo de San Petersburgo Mikhail Petrenko dando vida al duque Barba Azul. Ambos cantantes demostraron una tesitura grave envidiable, si bien la israelí posee una voz ligera, resuelta en el agudo. Con su amplio registro interpretativo, defendió a la perfección un papel complicado y exigente sin arias o dúos donde poder lucirse. El bajo Petrenko, por su parte, mostró un centro cálido y redondo de gran belleza pero sufrió más en el agudo, no tanto por dificultades propias sino por el escaso –por no decir nulo– cuidado que dedicó Treviño a las voces.
La orquesta, numerosa, sonó poderosa bajo el control absoluto del director norteamericano que transmitió dominio, intensidad y pasión para que la composición de Bartók presentara en toda su amplitud su orquestación densa pero muy descriptiva, obteniendo un buen resultado en cuerdas y maderas pero dejando en evidencia el sonido más abierto de los metales y dando la espalda –incluso físicamente– a la dificilísima labor de los cantantes, lo que deslució en parte la que debería haber sido la única y magnífica obra de la velada.