Antonio José Montoro Carmona
Coordinador General de Mundubat
GAURKOA

El movimiento social centroamericano ante la oleada represiva estatal

Las noticias que llegan de diferentes partes del mundo nos permiten observar cómo asistimos a la rearticulación del proyecto totalizante neoliberal, una vez que el paraíso previsto por Fukuyama (fin de las alternativas y las resistencias a la hegemonía de la democracia liberal y la economía de mercado) ha mostrado sus carencias para asegurar una tasa de reproducción del capital funcional a la voracidad de las élites transnacionalizadas.

En este nuevo escenario, América Latina en su conjunto vuelve a escena tras el fin del ciclo progresista y el rearme y atrincheramiento de la derecha más extrema en las instituciones estatales. Asistimos, como en un déjà vu de la década de los 90 del siglo pasado, a la agudización de la represión y la violencia estatal para imponer programas económicos que atentan contra las condiciones de vida de las clases populares. Este regreso al primer plano de la agenda pública, espoleado por las conocidas crisis de Ecuador, Chile o Colombia, se presenta de manera incompleta por el apagón mediático que sufre Centroamérica.

La realidad centroamericana ha venido determinada por la concentración de poder en las clases propietarias de la tierra y el modelo agroexportador impuesto desde comienzos del siglo XX, que demanda una violencia de carácter estructural para asegurar las condiciones materiales necesarias para su sostenimiento (bajos salarios, prohibición de la sindicalización, largas jornadas de trabajo, depredación del medio ambiente, etc.). El fracaso de la democracia liberal en los países del istmo, el monólogo de las élites dirigentes consigo mismas que enunció Brignoli en su “Breve historia de Centroamérica” tuvo como consecuencia la no institucionalización del conflicto social y, por tanto, que cualquier protesta haya sido interpretada por las élites dirigentes como un intento subversivo.

En la actualidad, la democracia liberal en Centroamérica desnuda sus limitaciones como coartada legitimadora del statu quo, alumbrando salidas autoritarias que retoman los principios y los consensos políticos de las guerras civiles que arrasaron la región durante más de treinta años. Las redes del crimen organizado han permeado las estructuras e instituciones estatales, alcanzando las cúpulas de estamentos claves como la judicatura o el poder ejecutivo y arrojando a países como Honduras y Guatemala a una condición de Estados fallidos y en bancarrota en la que la única salida de las clases dirigentes es profundizar la vía de la represión.

En el centro de esta lógica renovada encontramos estrategias contrainsurgentes diseñadas y desarrolladas en ausencia de insurgencias, provocando la generalización de las violaciones de los derechos humanos individuales y colectivos.

El uso del Ejército como instrumento de control social para la cartografía de las resistencias y liderazgos populares, la militarización de la vida pública, la implementación de proyectos de carácter social y cívico por parte de la institución armada o su presencia en la represión de las protestas, constituyen señales claras de la involución democrática y ponen en cuestión algunas de las creencias más extendidas entre los movimientos sociales de última generación. Los estados de sitio, la represión militar de las protestas sociales o los asesinatos de activistas políticos en un contexto de ausencia de organizaciones armadas insurgentes, son un ejemplo evidente de cómo los Estados, mucho más cuando su mascarada democrática deja de ser necesaria, ejercen toda la violencia que consideran necesaria, independientemente de las formas de lucha que las organizaciones sociales desarrollen en esa fase histórica determinada.

Por su parte, el movimiento popular centroamericano vive un momento complejo que puede abrir nuevas oportunidades. Pese a las grandes diferencias existentes entre los diferentes países (el periodo de recomposición y dudas estratégicas en El Salvador no es comparable con la represión militar en Guatemala ni con el proceso insurreccional hondureño), hay algunas características que sí pueden dibujar sus rasgos básicos.

En primer lugar, el movimiento popular centroamericano sufre una situación de desarticulación que le impide consensuar propuestas colectivas para la construcción social alternativa que den respuesta a las necesidades de la clase trabajadora, del campesinado y de los históricamente excluidos pueblos indígenas.

En segundo lugar, fruto del ciclo largo que comenzó tras los Acuerdos de Esquipulas de los años 80, hay una gran capacidad de resistencia (naturaleza reactiva) que, aun ahondando en la debilidad de propuesta descrita en el párrafo anterior, dota al movimiento social de las herramientas organizativas y políticas para la lucha en un entorno como el que vive Centroamérica en la actualidad.

En tercer y último lugar, existe una relación compleja, y en ocasiones conflictiva, con las expresiones político-partidarias situadas en la izquierda del arco ideológico, dificultando así la articulación de proyectos de país capaces de generar consensos mayoritarios y estrategias conjuntas en el ámbito institucional y en el social con las que afrontar la militarización, la corrupción y los paquetes económicos que imponen condiciones de miseria.

Desde el internacionalismo militante, las organizaciones de la izquierda social y partidaria deberíamos ser capaces de articular agendas conjuntas que se vinculen con los movimientos sociales y organizaciones populares centroamericanas. Algunas claves podríamos situarlas en la reivindicación de la cláusula democrática del Acuerdo de Asociación con la UE, el apoyo al fortalecimiento de las estructuras organizativas que permiten mantener dinámicas de resistencia de largo aliento o las contribuciones políticas y metodológicas para la construcción de propuestas integradoras con vocación transformadora.