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TEMPLOS CINÉFILOS

Primeras vacas sagradas


La Berlinale echó a andar, y lo hizo a velocidad de crucero. Durante los últimos años, una constante aquí consistía en que prácticamente todos los grandes autores que se acercaban para presentar un trabajo lo hacían para confirmar su decadencia. Con el paso de las ediciones, el Palast, sala insignia de dicho certamen, se fue confirmando como una especie de cementerio de elefantes; como un iconoclasta monumento al pedigrí.

Pero, por suerte, en esta 70 edición parece que tan lamentable tendencia se ha invertido. Llegó el momento de la verdad en la Sección Oficial a concurso; llegaron las vacas sagradas, y por ahora, los resultados difícilmente podían ser más satisfactorios. Las puertas del Berlinale Palast se abrieron para recibir a Kelly Reichardt, una de las voces más preciadas del indie estadounidense. Una autora que ahora mismo se encuentra claramente en la plenitud de sus facultades, y para la que incluso los retos más complicados (en este caso, un drama histórico ambientado en la era de los pioneros americanos), parecen poco más que juegos de niños.

Así se presenta y así se comporta, durante dos horas de glorioso metraje, “First Cow”, una amor de película, se mire como se mire. Una más que bienvenida píldora de tranquilidad y bondad humana en medio de la vorágine en la que andamos metidos. Un rayo de luz y de esperanza que nos llega cuando más lo necesitábamos, vaya. Con la celebración de esta proyección, el Palast se convirtió en una especie de máquina del tiempo, activada esta por el hallazgo más inesperado. En la orilla de un río, una muchacha se agachó, escarbó y dio con unos huesos humanos.

Inmediatamente después, ya habíamos retrocedido casi dos siglos en el calendario. Kelly Reichardt nos hizo viajar mediante un impresionante mimo a la hora de filmar los detalles que delatarían una época, una geografía y a las gentes que las habitarían. Volvimos a esa América de las oportunidades, a esa supuesta tierra de abundancia en la que se encontrarían casi todas las culturas del mundo, y en la que se conocerían dos hombres. Fue todo una emocionante excusa para cantar, de manera tan discreta como sincera, a la amistad. No hizo falta nada más, porque como entendimos al final de esta aventura, no puede existir ningún tesoro más importante que este. Parece simple pero, en realidad, no podría ser más complejo: así siguió brillando el incomparable encanto del cine de Reichardt.

Pero hubo tiempo para más. Justo antes de ir a dormir apareció el maestro Philippe Garrel. Traía bajo el brazo “Le sel des larmes” (la sal de las lágrimas), relato amoroso marca de la casa en el que la atracción (mutua) entre hombre y mujer se descubrió, de nuevo, como la reacción más natural de todas. En blanco y negro granulado, como marca el libro de estilo de Garrel, y con una capacidad para incidir en la emoción humana (es decir, en aquello que nos define como ángeles o como demonios) solo al alcance de los grandes maestros. Vibramos con los calentones de la juventud y aprendimos de la sabiduría de los mayores. ¿Qué más se le puede pedir a este arte?