Miguel Moreno Aguilera
Enfermero en una residencia de Araba
KOLABORAZIOA

Que me traten como a un perro

Hoy es mi día libre. Sin embargo, estoy aparcado a la puerta del trabajo, puesto que alguna persona que no conozco, desde su despacho o teletrabajando, pensó que era mejor no sustituir a mi compañera infectada por coronavirus y que yo cubriese su turno. Total, adónde iba a ir. ¿Qué más da si trabajo 7 o 14 días seguidos?

Soy enfermero y trabajo en una residencia de ancianos de la Diputación de Álava o, como supongo que lo llamarán esos políticos que consiguieron hacer de los servicios sociales un negocio concertado tan lucrativo, ese nido de viejos inservibles que ni votan ni aportan.

Entro en el vestuario, me enfundo el uniforme y me coloco la mascarilla. Esa en la que, al lado de las siglas NR (no reutilizable), hace cuatro días que escribí la fecha para acordarme que al quinto día me permitirán pedir otra. Subo a recibir el parte de mi compañera del turno de noche, con la esperanza de que ninguna persona haya empeorado.

No quiero administrar más sedaciones, no quiero levantar el teléfono para decirle a ningún familiar: «Ha empeorado, su estado es muy delicado, vamos a hacer todo lo posible para que no sufra. Tranquila, no está solo. Vamos a estar a su lado en todo momento». Procurando ser una voz de consuelo desde la distancia. No es que sea un guión, es que todavía no he aprendido a expresar los sentimientos que me inundan en esos momentos de otra manera.

La situación está estable, ha sido una noche tranquila. Así termina el parte de mi compañera. Le deseo que descanse, cojo mis bártulos, me coloco el EPI a base de bolsas de basura confeccionado por algunas de mis compañeras y me dirijo a comenzar la primera visita y la toma de constantes.

Al entrar en la habitación de Madi, la encuentro sentada en una silla, con las piernas pegadas a la calefacción y la mirada perdida a través de la ventana. Lleva un mes aislada en su habitación, al igual que el resto de residentes. Tienen prohibido utilizar las zonas comunes, mucho menos salir a la calle.

Está preocupada por la situación de las mujeres, le gustaría saber si podrán salir a trabajar, «a limpiar a las casas para ganar dinero». Me dice que ha oído que los niños pronto podrán salir a jugar a la calle. Le digo que sí, y que el lehendakari tiene un plan para que pronto puedan salir, también, los ciclistas y los jóvenes a hacer deporte.

Noto como sus ojos se vuelven vidriosos, aunque sé que todavía tiene la suficiente fuerza como para no derramar ni una lágrima. Seguramente más fuerza que yo, que hace ya un rato se me han olvidado mis problemas de mascarillas y días libres.

Me pregunta cuál es el plan para ellos. Le cojo de la mano y le devuelvo un largo silencio. ¿Cómo explicarle que para ellos nadie tiene un plan, que hace ya algún tiempo que dejaron de importar? Que a los políticos lo único que les importa de ellos es la excusa para poder abrir residencias privadas para llevarse blanquito el dinero público.

Que si se hunde el barco ya pueden aprender a tocar el violín como la orquesta del Titanic, porque para ellos tampoco hay bote salvavidas. Sé que ella tampoco espera una respuesta mía.

Desde la ventana se ven dos perros jugando en el parque. Mira, me dice, esos sí que tienen plan, y me pregunta por ese ruido ensordecedor que se oye. Son los bomberos, le respondo, que han venido a fumigar. Como a las ratas, me dice. Pues que me traten como a un perro.