MAY. 31 2020 Interview MARTA SANZ ESCRITORA «Si despolitizamos el relato de la memoria lo estamos pervirtiendo» Nacida en Madrid en 1967, desde su primera novela, “El frío” (1995), ha ido construyendo una obra de gran rigor político tanto en las formas como en el fondo, siendo una de las autoras más reconocidas y premiadas de la literatura en castellano. Acaba de publicar “Pequeñas mujeres rojas”. ,Jaime IGLESIAS MADRID Con su última novela, Marta Sanz pone fin a la trilogía iniciada con “Black, black, black” y continuada con “Un buen detective no se casa jamás”, a través de un relato que aborda temas como la recuperación de la memoria histórica o la violencia sobre el cuerpo de las mujeres y que la autora califica de político en su dimensión poética. Para muchos “pequeñas mujeres rojas” es la novela más política de cuantas ha escrito; sin embargo, usted siempre dice que toda literatura es, o debería de ser, política. Sí, lo que pasa que cuando se habla de ‘literatura política’ se hace atendiendo fundamentalmente al tema de las novelas y en “pequeñas mujeres rojas” hay dos asuntos que tienen una relevancia política importantísima, como son la recuperación de la memoria democrática, a través de la localización de las fosas de los vencidos y las vencidas de la Guerra Civil, y la violencia que se ejerce sobre el cuerpo de las mujeres. Si escribes una novela donde abordas ambos temas, es forzoso que la etiqueten como ‘novela política’. Ahora bien, yo el carácter político de esta novela no lo asumo únicamente en lo que se refiere al contenido sino también en sus formas ya que propone un pacto de lectura donde se contradice la manera en que solemos procesar la información que nos llega sobre estos temas y que, muchas veces, resulta acrítica y superficial. Yo creo que esta es una novela política en tanto que es, también y sobre todo, una novela poética. ¿Piensa que debería haber una conexión más frecuente entre ambos órdenes, entre lo político y lo poético? Yo creo que esa conexión existe, lo que ocurre es que nos cuesta reconocerla porque somos víctimas de ese estilo gentrificado que caracteriza la narrativa contemporánea y que aboga por no sacar al lector del espacio de lo previsible, lo cual nos lleva a vincular la literatura con el ocio y el entretenimiento, que es algo está muy bien, pero la literatura puede y debe ser algo más que eso. A menudo tengo la sensación de que el entretenimiento se invoca con carácter sagrado para despreciar toda aquella literatura en la que prevalece un deseo de indagación y una voluntad de riesgo. Por eso creo que la novela que es política lo es en su fondo y en sus formas, porque tan importante resulta hablar de la violencia contra las mujeres como las palabras que elegimos para representar esa violencia. La conexión entre lo político y lo poético está ahí. Pero nuestra manera de acercarnos al hecho político resulta cada vez más prosaica, como queriendo separar ideas de ideales, tal y como apunta uno de los personajes de su novela. Esa es una separación un tanto artificial. Del mismo modo que no tiene sentido pensar en la literatura como un espacio de pureza para la expresión de emociones e ideales nobles, la política tampoco tiene que ser percibida como una actividad ligada exclusivamente a la gestión. Lo que ocurre es que el advenimiento de la posmodernidad trajo consigo la estigmatización de las ideologías y los ciudadanos fuimos neutralizados, en ese sentido, de una manera bastante perversa, hasta doblegarnos frente al poder de una ideología hegemónica e invisible. Lo que molesta no son tanto los ideales en sí, sino aquellos que no comulgan con el discurso dominante, es decir los del otro, los del disidente. Y esa aproximación prosaica al hecho político es la misma que acontece en lo referente a la literatura. Solo concedemos valor a la literatura que refleja la realidad sin atender al hecho de que la literatura también construye realidad y puede intervenir sobre ésta y transformarla. ¿Echa de menos que los ideales tengan un mayor peso en la actividad política? El tema es que los ideales, como las ideologías, están ensuciados por la mácula de la política como si eso fuera algo malo, mientras que las ideas se asocian a la épica del emprendimiento. Parece como si las ideas estuvieran reservadas para los listos, que son los que se hacen ricos a costa de los demás, mientras que los ideales son para los pobres, para los tontos. ¿No cree que esa carencia de ideales define también la actual producción literaria? Todos los textos que se escriben están relacionados con las ideas dominantes del momento en el cual son escritos. Y hoy escribimos en un contexto marcado por las leyes del mercado, de la oferta y la demanda, donde hay que responder a una expectativa de consumo que, en el caso de la literatura, cristaliza en unos estilos asequibles para gente que necesita lamerse las heridas en un mundo que resulta tan hostil y tan violento, que lo único que busca en los libros es un remanso de paz. Es muy difícil salir de esa dinámica y sustraerse a esa lógica buscando trascender el lugar común. Al hablar de la Guerra Civil, por ejemplo, a mí no me interesa incidir en esa idea de que la guerra es mala, lo que quiero es saber quién declaró la guerra, porqué se declaró, quién ganó, quién perdió, cómo dosificaron los vencedores su victoria y qué pasó con los vencidos. Hay que volver a una literatura donde lo íntimo sea indisoluble de lo ético y de lo épico, donde se haga realidad ese mantra del movimiento feminista de que ‘lo personal es político’. En casi todas sus novelas se percibe un intento de ruptura, de transgresión, que comienza por el uso del lenguaje y continúa con el modo del que se sirve de los clichés que atesoran los distintos géneros literarios para sobrepasarlos. ¿Cuánto hay de intuición y cuánto de búsqueda en ese proceso? Siempre hay elementos que actúan de catalizadores en el proceso de creación literaria. En el caso de “pequeñas mujeres rojas” quería cerrar la trilogía que había iniciado con “Black, black, black” y continuado con “Un buen detective no se casa jamás” y quería equilibrar las voces de los tres personajes protagonistas. A partir de ahí e inspirada también por un poema que había escrito, titulado “Huesos”, me puse a reflexionar sobre cómo la memoria personal y la memoria colectiva son indisolubles. Y esa reflexión, enfocada sobre la realidad más inmediata, que es la que finalmente me da la pauta para escribir, me hizo concebir una novela que reflejase mi inquietud ante el ascenso de una ultraderecha que sintoniza tanto con nuestros propios óxidos franquistas mal procesados como con la barbarie neoliberal global. Todo eso está ahí como punto de partida, lo que ocurre es que cuando empiezas a escribir esos presupuestos se van transformando de manera orgánica conduciéndote a lugares imprevistos y eso puede que obedezca a una reflexión sobre el propio hecho de escribir que una va alimentando a lo largo de los años. En “pequeñas mujeres rojas” hay mucho de mí y de mis inquietudes pero también me he dejado contagiar por el espíritu de algunos personajes hasta desarrollar una prosa caustica y sardónica. ¿Por qué resolvió acudir al género negro y a unos personajes ya conocidos para contar esta historia? Cuando escribí “Black, black, black” lo hice con la intención de mostrar mi incomodidad con la rutinización de un género, como la novela negra, que había perdido su pegada política para convertirse en un formato de entretenimiento asumido, como tal, por una audiencia clientelar. Esa misma percepción fue la que me llevó a desechar la idea de serializar las aventuras del detective Arturo Zarco. Mi intención fue circunscribirlas a tres únicas novelas que, en cierto modo, confluyesen hasta conformar un fresco sobre la violencia estructural que padecemos y cómo esta va manifestándose en distintos escenarios. Desde ese punto de vista, pienso que estas tres novelas son como una superposición de transparencias que conforman un único dibujo, pero que, al mismo tiempo, tienen un valor autónomo, de tal modo que el lector que no haya leído los otros dos libros pueda asumir la relación que hay entre los tres protagonistas sin tener que acudir a ellos. ¿No hay también en ello un empeño por conectar esta novela con toda su obra anterior? No es algo que responda a un empeño pero al final mis fantasmas, mis frustraciones, mis deseos, mis placeres y mi concepto de la felicidad están ahí, impregnando mi escritura, bien sea en clave autobiográfica o a través de las máscaras de la ficción. Pero solo he sido consciente de eso con el paso del tiempo. En mi primera novela, “El frío”, ya había un discurso feminista que, cuando la escribí, no reconocía como tal, pero que estaba ahí y que se sostenía sobre la idea de que las mujeres de mi generación habíamos sido educadas en una ideología del amor que nos empequeñece y que nos aniña al enfrentarnos a ese sentimiento. Y esa misma idea, más de veinte años después, vuelve a emerger en “pequeñas mujeres rojas”. En casi toda su obra, la activación de la memoria y la gestión del propio legado son un tema recurrente, pero quizá sea esta la novela donde dicho argumento cobra más protagonismo. ¿Lo percibe usted también así? Todas mis novelas están muy ancladas en el presente, pero es que el presente está lleno de pasado. “pequeñas mujeres rojas” es una novela construida sobre un doble eje: una línea que nos lleva del pasado hacia el presente con proyección hacia el futuro y otra línea que nos conduce desde la profundidad de las fosas a la mirada cenital de los pájaros sobre ese territorio. En esta segunda línea prevalece una propuesta de lectura política que invita al lector a ver las cosas desde arriba y en perspectiva, porque la realidad es compleja por mucho que, a menudo, nos hagan creer que solo hay una única manera de acercarse a ella. En este sentido, usted es categórica al afirmar que, en la literatura española, el relato de la memoria histórica ha estado afectado de sentimentalismo. ¿Por qué piensa así? Porque en la mayoría de las novelas donde se abordaba la memoria de los vencidos y las vencidas de la Guerra Civil ésta únicamente se alumbraba desde una faceta íntima y familiar. Y esa es una perspectiva que valida a cualquier ser humano, con independencia de su ideología o de su comportamiento público. Eso ha posibilitado un discurso equidistante que nos ha llevado a comulgar con ruedas de molino a la hora de aceptar que todos resultamos, en idéntica medida, víctimas de aquel conflicto, cuando en realidad no fue así. El relato de la memoria no ha de estar guiado únicamente por un enfoque sentimental, también ha de ser político. Si despolitizamos el relato de la memoria lo estamos pervirtiendo. Quizá ese comulgar con ruedas de molino es lo que ha dejado vía libre al resurgir de la ultraderecha, ¿no? Totalmente, porque además la izquierda española ha transigido no ya solo con que le robaran el relato de la memoria, también con que le robaran el lenguaje. Nos han robado el significado de una palabra como libertad hasta vincularla a un concepto como el de liberalismo, que únicamente valida una concepción del mercado. Nos han robado hasta los leit motivs reivindicativos como se ha visto estos días en las concentraciones del barrio de Salamanca en Madrid. En esa usurpación no solo hay un robo, también hay una mentira. ¿Qué armas se pueden usar desde la literatura para hacer frente a ese discurso? Las personas que trabajamos con el lenguaje tenemos la responsabilidad no solo de resignificar los conceptos sino de evitar el uso perverso de determinadas palabras. Porque, como decía Lewis Carroll: «No importa lo que las palabras signifiquen, lo importante es saber quién es el que manda». Yo, a pesar de mi pesimismo, soy una persona muy positiva en la acción y, si sigo escribiendo, es porque tengo confianza en que las palabras intervengan para que, a corto y medio plazo, las conciencias cambien. Pero ese empeño no ha de suplantar el valor real de la actividad política.