Testimonios del confinamiento desde los campos de refugiados
En estos meses de pandemia, por primera vez en sus vidas, muchas personas se han visto obligadas a permanecer en casa o han visto restringidos y controlados sus movimientos. No obstante, millones de personas viven encerradas en campos y privadas de sus derechos por las leyes migratorias. Su confinamiento no ha durado dos meses, sino años. Una vida en el limbo, entre lo que han dejado atrás y lo que siguen sin alcanzar. Durante estos meses, a pesar de la pandemia, sus batallas han sido las mismas de antes: conseguir su libertad de movimiento. Estos testimonios marcan esos territorios de transito en los que las personas permanecen en espera, mientras luchan por reanudar sus vidas y en contra de las fronteras.
Abdalkrem ASAD Siete meses en el campo de Vrazhdebna de Bulgaria
No hay mucha gente en este campo, tal vez por ello los médicos han podido atendernos y se ha entregado protección durante la pandemia». En Bulgaria se siente más relajado. Llegó tras cruzar la frontera con Turquía, donde había vivido seis años.
Abdalkrem es originario de Hasaka y era actor en Siria. Su mujer y uno de sus hijos siguen en Siria y otros tres se encuentran en Alemania. Rodeado por lenguas extranjeras y sin los suyos, Abdalkrem ha empezado a pintar en los campos: «no soy una persona muy social y es mi manera de expresarme porque no entiendo esas lenguas. Cuando me vi a mí mismo como refugiado empecé a pintar. Es lo que hago todo el día. La gente me ha donado materiales para poder hacer una exposición aquí en el campo, pero debido al coronavirus todo se ha parado».
Ha obtenido residencia en Bulgaria, pero está indeciso. Quiere reunirse con sus hijos en Alemania. Por otro lado, le gustaría quedarse en Bulgaria si pudiera acceder a un trabajo. «Mi futuro pasa por estar en un lugar seguro y reunirme con mi familia».
A diferencia del 2015, pocos llegan actualmente a Bulgaria desde Turquía, debido también a que el país no cuenta con un programa que garantice ingresos suficientes a quienes llegan. Kristina Gologanova, profesora de búlgaro, explica que ahora se registra un movimiento de retorno forzado de personas con estatus de refugiado y que han vivido durante tres o cinco años en Alemania. Es lo que se conoce como el Acuerdo Dublín II, es decir, la expulsión desde Alemania al país donde se produjo el primer registro. «Recibimos a niños que hablan perfectamente alemán, han sido escolarizados allí y deben empezar otra vida y aprender otro idioma en Bulgaria».
Ousama OULED Cinco meses encerrado en el CETI de Melilla
En el centro hay grandes espacios con hasta 200 personas que duermen en literas. Es un lugar de espera. Nada que hacer, te despiertas, vas a comer, das vueltas por el centro y otra vez a la cola para cenar tras dos horas haciendo cola. A veces la comida está caducada».
«Estaba en un curso de castellano, pero se ha cerrado por el coronavirus. No he venido desde Túnez para quedarme aquí, quiero salir. Llevamos meses esperando. No puedo hablar con nadie. Los agentes de seguridad nos tratan mal y la administración no nos dirige la palabra», afirma. «¿Coronavirus? No se hizo nada por protegernos, ahora es cuando hemos recibido mascarillas. Solo las llevaban quienes trabajan aquí, pero no nosotros. Duermo y hago el tour del CETI, este es mi día a día. No conocía a nadie, pero a la fuerza haces amigos».
En los mensajes que intercambiamos explica cómo ante esta espera sin rumbo, sin respuestas y que muchas personas viven como una humillación, se ha iniciado una huelga de hambre para reclamar el traslado al Estado español. Algunos refugiados tunecinos se han cosido la boca en protesta. No hay lugar para el distanciamiento físico y tampoco se han tomado medidas de protección frente al coronavirus.
Ousama salió de Túnez por los bajos salarios, que no dan para sobrevivir. Hizo un Master en Economía y ha trabajado desde su época de estudiante en las cafeterías de las zonas turísticas de la capital tunecina. Las ideas de la revolución siguen vivas en su mente: «el problema que tenemos en Túnez es que en la cima de la jerarquía no están los jóvenes que salieron a las calles en 2011».
Ousama comparte con los demás colegas tunecinos el empeño en organizar una resistencia contra las fronteras y el encierro indeterminado. Desde el otro lado, desde Túnez, las madres de los jóvenes que se encuentran en el CETI han organizado repetidas protestas ante la Embajada del Estado español en Túnez pidiendo la liberación de los jóvenes. La ultima movilización fue el 26 de mayo.
«He esperado meses un visado en Túnez para poder ir a Europa, y yo no quería venir así. Me lo denegaron. Además, todos pagamos tasas de más de 160 euros para que luego no nos lo concedan. No nos quedaba otra salida», concluye Ousama.
Israa JUMAA Trece años en el mayor campo de refugiados palestinos, Ein El Hilweh, en Líbano
La red entre los palestinos que se encuentran en el campo de EH es muy amplia. Nos cuidamos unos a otros. Eso nos mantiene en pie. En el campo tengo a los amigos de toda la vida. El campo me recuerda a mi casa. Hemos creado nuestra propia Palestina. La recomposición de las familias grandes extendidas por varios lugares de Palestina constituye nuestra seña de identidad en el campo. Mantenemos la memoria de nuestras casas y la transmitimos a las futuras generaciones. Mi casa está de algún modo en este campo».
«Estamos juntos, hemos vivido mucho tiempo aquí y tenemos que aprender a hacer todo de la nada, incluso durante el coronavirus o la crisis económica que sufre Líbano. La comunidad es nuestro oxigeno, compartimos la misma historia, la misma ética, el mismo sufrimiento y los mismos problemas. No hay otro campo igual».
Los primeros palestinos fueron trasladados a Ein El Hilweh en 1948. Ahora han llegado los palestinos que han huido de la guerra en Siria. El desempleo ya rondaba el 60% y durante el coronavirus ha aumentado: «La gente ha dejado de trabajar, pero no se ha declarado ningún plan de emergencia, ni la posibilidad de salir del campo. Las grandes organizaciones no han entrado aquí durante la cuarentena y la gente se ha autoorganizado».
Israa explica en nuestras entrevistas online que es el Comité palestino el que ha distribuido comida durante estos días, al que le sumaron iniciativas de apoyo creadas por los mismos palestinos que viven en el campo. Por parte de UNRWA, cada persona ha recibido unos 20 dólares, pero solo si estaba registrada.
Según los datos de esta organización, alrededor de 470.000 refugiados palestinos están registrados en Líbano y casi la mitad de ellos viven en más de una docena de campos. En el campo de Ein El Hilweh, en el que, según datos de UNRWA del 2018, viven alrededor de 59.660 personas, solo funcionan dos clínicas que reciben más de mil consultas al día.
«He tenido una vida buena en mi infancia. Hemos vivido en una casa de dos habitaciones, seis personas en 40 m2. Mi madre es enfermera, siempre hizo milagros para que estuviéramos todos bien en estas dos habitaciones».
Israa es activista política y miembro del Teatro Nacional palestino. Cuenta que se ha pasado estos días leyendo a Taha Hussein y Shakespeare. Acabó su carrera en la Universidad en Beirut y quiere estudiar un máster en Relaciones Internacionales en Europa.
«Es difícil irse fuera por la falta de visados. Solo a través de la educación podremos salir de aquí y movernos libremente». En el futuro desea trabajar con grupos de la diáspora palestina por el derecho al retorno. «Una vez estábamos invitados a un seminario en Europa, pero no nos concedieron los visados. La mayoría de los palestinos del campo quiere un futuro fuera de Líbano. Se necesitan contratos indefinidos en el país de recepción. Así es que muchas familias han vendido sus casas y tratan de emigrar con la ayuda de redes de ‘pasantes’ a través de Turquía o Grecia. Cruzan el mar porque el horizonte de las posibilidades aquí es muy limitado. Temo que por la pandemia todo lo relacionado con las fronteras vaya a cambiar. En Líbano carecemos de derechos, no tenemos un permiso de trabajo y no podemos comprar una propiedad. En Líbano no puedes ejercer de médico o profesor, por ejemplo. Así que la mayoría de los palestinos del campo buscan una oportunidad en la construcción, en la venta… Para ganar derechos tienen que emigrar», explica Israa. El mismo acceso al campo está delimitado mediante varios check-points para controlar y restringir el movimiento de los refugiados. «A veces me siento como en una prisión gigantesca, en un apartheid».
Marah SHAMALI Veinte años sin poder salir de Gaza
Quienes llevamos más de una década de bloqueo estamos acostumbrados al confinamiento. La gente por fin siente cómo vivimos los de Gaza», fueron sus primeras palabras en nuestro chat. Con sus veinte años, Marah no ha podido salir nunca de la Franja por la falta de permisos. «La gente aquí no tiene ya energía para crecer, para conseguir cosas, nos encontramos en una eterna cuarentena, nadie puede venir a vernos y tampoco podemos viajar. Mi familia y yo hemos sobrevivido a tres guerras y en la última varios miembros de mi familia fueron heridos. No podremos olvidar todo esto mientras sigamos viviendo en la franja de Gaza».
La posibilidad de contagio por coronavirus sería fatal en Gaza, donde los cortes de electricidad son diarios, el agua esta contaminada, las políticas de salud están debilitadas y se aplican restricciones a la importación de productos, incluidos los sanitarios. «Tenemos que cruzar a Israel para ir al medico y muchas veces no podemos pasar. Nadie puede salir, nadie puede entrar sin obtener estos permisos. En pocos kilómetros vivimos casi 2 millones de personas. ¿Qué va a pasar si una persona se pone enferma?». Explica que las personas enfermas, incluso cuando tienen la posibilidad de ser tratadas en el extranjero, se ven a veces bloqueadas por la prohibición de salir de la Franja de Gaza.
La pandemia que no ha conocido fronteras ha expuesto a la vez las injusticias de un sistema global de fronteras que divide el mundo entre los que tienen derecho a moverse y los que han sido forzados a parar durante meses o años en campos, sin poder continuar sus vidas. Lo que para nosotros ha sido una excepcionalidad, para millones de personas se ha convertido en un largo confinamiento en los campos, meses y años de vida robados por represivas leyes migratorias.