La cumbre de los jefes de Estado y de Gobierno de la UE en Bruselas ha amenazado el récord de duración que ostenta la cumbre de Niza del año 2000. En aquella ocasión, sin embargo, se discutía la nueva arquitectura europea que finalmente se plasmó en el Tratado de Niza. La dimensión y la complejidad de un tratado internacional en el que se recogía la estructura institucional de la UE no parece comparable con el actual fondo europeo de recuperación al que han bautizado con el enigmático nombre de Next Generation UE. Tal vez sea un intento de traspasar también los problemas actuales.

Las contradicciones de una construcción europea que adolece de proyecto político hace que todo gire en torno a las negociaciones económicas en las que se intercambian reformas por transferencias. Desde su entrada en la UE, el Estado español se ha movido como pez en el agua en ese marco: fondos europeos a cambio de reconversión industrial, reformas laborales y otros cambios. El resultado, sin embargo, no ha sido el esperado. Las reformas no aportaban soluciones a los problemas estructurales de la UE y los fondos tampoco es que se hayan invertido sabiamente: ahí esta el TAV para recordarlo una y otra vez. Todo ha sido un constante apaño económico hasta que el rescate a Grecia dejó en evidencia una intromisión intolerable en la soberanía nacional, mucho más allá de lo reflejado en los tratados. Y a partir de ahí, la crisis: la vía de las reformas dejó de convencer en el sur y las transferencias empezaron a escocer en el centro de Europa, a pesar de los suculentos beneficios comerciales que obtienen.

Independientemente del acuerdo, la distancia económica, social y política entre el norte, el sur y el este de Europa es cada mayor. No existe un proyecto político compartido, la UE se ha quedado reducida a sus componendas económicas. El problema es que cuando los recursos empiezan a escasear, como ahora, las fuerzas centrífugas suelen estirar todas las costuras hasta hacerlas pedazos.