Aitor Irulegi Eizaguirre
KOLABORAZIOA

Tras la máscara

El uso de la mascarilla es hoy el símbolo de la cooperación y la solidaridad entre ciudadanos. Su empleo simboliza de manera instantánea, la adhesión del portador a la más «elevada» de las reivindicaciones posibles: la salvación de la humanidad.

Los lazos y sus colores abarcaron en su momento, todo un extenso abanico de llamamientos colectivos.

La sensación de involucración, lo dictaminaba el colgajo multicolor que pendía de nuestras solapas. Esta manera de etiquetar a las personas a través de sus inquietudes político-sociales, es la representación misma del inmovilismo. Con esas adhesiones simbólicas parecía estar todo dicho y hecho; mínimas molestias, gran visibilidad pública. Existen múltiples ejemplos de semejantes ofertas solidarias: una papeleta depositada en una urna, no deja de ser una cómoda y limpia acción de asociación ideológica. Un apadrinamiento online o un micromecenazgo vía telemática, son también claras muestras de nuestro grado de implicación, en las causas que nos «movilizan».

Estas válvulas de desquite moral, superfluas e inoperantes, calman algunas de nuestra angustias y contradicciones. Nos disfraza de sujetos participativos aparentemente alineados en el objetivo de la construcción de una sociedad más justa e igualitaria.

Estas razones pueden ser las que han propiciado que el uso generalizado de las mascarillas, haya resultado tan exitoso. La rápida identificación de los que las usan (seres responsables capaces de priorizar lo que verdaderamente importa de lo que no), discrimina moralmente a los que no soportamos llevarla.

Paradójicamente la cuestión sanitaria se convierte así, en un elemento secundario. La diferenciación entre «buenas» y «malas» personas, se posiciona como la principal preocupación. Las autoridades han decidido arrimarnos ante esta sima moral, para que nosotros mismos precipitemos al vacío a los pocos incívicos que contravienen las nuevas restricciones.

Las miradas desconfiadas de los que están dispuestos a denunciar a sus vecinos, se cruzan con las de los que no podemos soportar observarnos a nosotros mismos, como personas incapaces de sacrificarse por el prójimo. Somos los que, además de llevar la mascarilla, vamos con la cabeza baja por la calle. La cabeza gacha por el terror, la mirada al suelo por la vergüenza, y tras la mascarilla, la mandíbula prieta por la rabia de no poder sobrellevar tan intrincada situación: «Esta mierda no ha podido venir para quedarse ¡Joder! Se irá cuando los pecadores, que siempre hemos sido mayoría, nos rebelemos ante la imposición de los justos», pienso mientras levanto la mirada y observo lo que me rodea.