OCT. 18 2020 EDITORIALA Hay que colocar la salud mental como un indicador relevante Una de las consecuencias de la pandemia que todos los expertos prevén es un deterioro general de la salud mental en nuestras sociedades. Esto va a generar problemas en las relaciones, en el desarrollo de las personas y en el trabajo. Va a afectar al bienestar de las sociedades. En el caso de Euskal Herria, que la atmósfera social está cargada es un hecho. También que no parece haber plan alguno, más allá de quienes padecen estas enfermedades y de los profesionales. La salud mental no tiene en el debate público el lugar que se merece ni se trata con el rigor debido. Combatiendo la estigmatización, desde el plano personal hasta el comunitario, hay que tomar conciencia. Antes de la pandemia ya se calculaba que las enfermedades mentales suponían aproximadamente un 13% de la carga mundial. En una reciente encuesta realizada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 89% de los países respondieron que la salud mental y el apoyo psicológico era parte de sus planes estatales de respuesta al covid-19, pero solo el 17% había destinado recursos. El cuerpo sanitario, y su mente La salud, también la mental, de los trabajadores que están en primera línea debería ser una prioridad social. Según la OMS, corren riesgo de sufrir estrés, agotamiento, depresión y trastorno de estrés postraumático. Si en la primera ola la percepción general del cuerpo sanitario vasco era de satisfacción contenida por haber logrado el objetivo de aplanar la curva, salvando al sistema del colapso y con ello cientos de vidas, esta segunda ola parece estar dejando otra resaca. El cansancio es mental, no es tan fácil de recuperar. Y la sensación de que esta vez sí se podía haber previsto mejor, y en alguna medida atajado a tiempo, pesa como no pesó la fatalidad de la primera embestida del virus. Una fragilidad que hay que contemplar siempre Desde las personas mayores y dependientes hasta las personas pobres y sin recursos, los sectores más vulnerables corren un serio riesgo. Sobre muchas mujeres cae la carga de los cuidados y el peso de la discriminación. La soledad en unos casos, la impotencia generada por la dependencia en otros, la ansiedad por no poder hacer frente al día a día de manera autónoma, provoca situaciones difíciles de gestionar, mucho más en esta crisis. Un buen ejemplo es el debate sobre las medidas a tomar para blindar las residencias. Esta segunda ola ha entrado en esos centros de manera incomprensible y con una fuerza endiablada: 158 usuarios de residencias han fallecido en este periodo, 73 de ellas en las últimas tres semanas, lo que supone un promedio de tres defunciones al día. Sin embargo, el aislamiento total provoca un estado mental que puede acelerar el deterioro de su salud y sus expectativas de vida. «Elegir entre morir con coronavirus o morir de tristeza» suena trágico, pero en muchos casos contiene un relato veraz. Encontrar fórmulas para garantizar la seguridad sin renunciar a que la vida tenga un sentido más allá de la mera supervivencia es complicado pero obligado. Al otro lado de la valla, la gestión de la culpa en la tradición judeocristiana, los conflictos y la impotencia o los duelos pospuestos, entre otros fenómenos viejos y nuevos, no ayudan a mantener el equilibrio. Sectores, expectativas y agenda Hay varios sectores en los que hay que poner especial atención. Las crisis económica y sociolaboral va a empezar a pasar factura. En algunos campos el cálculo es que de donde había tres negocios sale uno, uno y medio. A los cierres y despidos se les va a sumar la falta de expectativas. Hay que incluir una perspectiva generacional. Al evaluar el retorno a las aulas, habrá que mirar los indicadores de salud mental dentro de la comunidad educativa: en el profesorado y el resto de trabajadores, en el alumnado y entre los padres y madres. La presión que se vive en ese contexto no puede ser inocua. El curso, y el otoño, no han hecho más que empezar. Como en todo problema, el punto de partida es aceptarlo y poner medios para solucionarlo. Aquellas personas, comunidades, empresas y naciones que metan en sus cálculos y agendas la necesidad de cuidar la salud mental de su gente tendrán una gran ventaja respecto a quienes nieguen esta fragilidad y desprecien su impacto en el bienestar común. La aventura y la locura están servidas, hay que aportar cordura estratégica.