OCT. 24 2020 GAURKOA Abdou Iñaki Egaña Historiador Entro en Worldmeter y en un instante, no más prolongado que el eco del zumbido de una mosca, ya ha sido capaz de suministrarme una enorme dosis de desasosiego. La especie humana es como un gran Gargantúa que engulle el planeta a una velocidad de vértigo. Que es capaz de malversar más dólares o euros en curar la obesidad y el sobrepeso que en paliar los efectos de las hambrunas desplegadas por esos países que llaman del Tercer y Cuarto Mundo. Que consume y consume, sin importar el coste. La web me escupe, con la estupidez que sudoran los números, la cantidad de niños que mueren cada minuto, la expansión de la malaria y el VIH, los cánceres provocados por el tabaco. Cifras que superan los miles, las decenas de miles... los millones. El Migration Data Portal es otra entrada de las que producen vértigo. Casi 272 millones de migrantes en 2019, de ellos 51 millones considerados «migración forzada». La tesis de Shoshaba Zuboff de que animales y, por extensión humanos, buscamos el retorno al hogar permanentemente, huyendo del exilio, se desmorona. Nos somos aves migratorias que recorren los cielos para hacer sus mismos nidos por generaciones. Tampoco tortugas que vuelven a desovar veinte o treinta años más tarde a la playa que partieran. Ni siquiera recordamos a Homero y su retorno a la patria anhelada. En el apartado «vulnerabilidad de los migrantes», recorro las entradas: trata de mujeres, niños, mujeres víctimas, muertes. Hago clic en el apartado de muertos y desaparecidos cuando cruzaban las fronteras y la respuesta me parece insignificante. Apenas unos miles. El portal reconoce las dificultades para recabar información y me aconseja acudir a www.missingmigrants.iom. Las cifras son similares. En lo que vamos de 2020, 705 desparecidos en el Mediterráneo, 303 en el Sahara, 276 en Río Grande. Retorno, sin embargo, a mis reflexiones y rectifico. Insignificantes cuando detrás no hay una biografía que mostrar, una familia desesperada por la falta de noticias, una madre abatida. Aquella fotografía del niño ahogado, ya tiene cuatro años, en la costa de Bodrum, en Turquía, nos revolvió las conciencias. Supimos entonces que era kurdo, sirio oficialmente, y se llamaba Aylan Kurdi. Hoy apenas un flash, unas neuronas diminutas de memoria aparcadas en el hipocampo. Vuelvo al worldmeter y me evoca que mientras estoy tecleando las letras de este artículo siguen naciendo niños. El contador pasa rápidamente. Hoy han nacido 375.000. También me recuerda que, desde principios de año, han muerto más de seis millones de niñas y niños menores de cinco años. Y no necesito desplegar otra página de esas que me dictan desgracias para saber que muchos de esos infantes que no han llegado siquiera a edad temprana, habrían sobrevivido con otro sencillo clic, el de la suerte: nacer unos miles de kilómetros a derecha o izquierda del mapamundi, en el que llamamos Primer Mundo. Hace un mes tuvimos oportunidad de conmocionarnos un breve tramo vital, para evitar más tarde empatizarnos en demasía con la penalidad ajena. El incendio del campamento de Moria, en la isla griega de Lesbos, nos acercó a niños, como nuestros hijos, como nuestros nietos, que tuvieron la mala fortuna de nacer en aquellas otras latitudes. Jóvenes sin biografía. El día que sufran una calamidad enorme, frente a la cámara, quizás tengamos la oportunidad de saber de ellos. También por un instante. Mundo cruel. A pesar, la inmediatez de Moria nos aproximó a niños como Samir, que huyó de Afganistán con un único papel en el bolsillo, el número de teléfono de sus padres. Cruzó Irán, llegó a Turquía y se embarcó en una chalupa que le trasladó a Lesbos. «Quiero ir a la escuela», fue el titular que se trajeron los diarios. Los más sensacionalistas nos arrojan una cabecera atroz: niños que intentan suicidarse. Y en esos mismos días, aplacado por el silencio que impartía la pandemia, por los retazos noticiosos del campamento de Moria y el traslado de sus 9.000 internos (palabrota técnica para evitar el contagio), conoció otra historia de esas que no tienen biografía. De esas que no merecen siquiera un par de párrafos en nuestros diarios, unas palabras en el informativo de la televisión autonómica. Se llamaba Abdou y había llegado de Senegal en patera, después de cruzar la trinchera marina que separa dos continentes. Como tantos otros, había necesitado de varios intentos y al tercero alcanzó con éxito la costa. Desconozco sus lazos para llegar a Euskal Herria, una tierra desconocida. Una tierra antaño también de esclavistas, de negreros, que como hoy, enriquecieron y enriquecen sus patrimonios a cuenta del sudor ajeno. Abdou había nacido cerca de la Isla de Gorée, la puerta durante siglos al transporte de esclavos hacia el que llamaron Nuevo Continente. Viejos y nuevos tiempos. En la Margen Izquierda, el joven Abdou, tenía poco más de veinte años, comenzó a vender mecheros, pulseras, pañuelos de papel... para sobrevivir. Una asociación de Santurtzi, BaoBat, le ayudó a salir adelante: «socialmente iguales, humanamente diferentes». El pasado día 9, la Asociación convocó un homenaje a Abdou, llenando, a pesar de las restricciones sanitarias, el frontón de Mamariga, en Santurtzi. Porque dos semanas antes, Abdou había fallecido. Superviviente en la travesía del Mediterráneo, en las cloacas de la vida, Abdou había muerto en un accidente laboral. Había conseguido un puesto de trabajo en Productos Tubulares de Trapagaran. Su muerte nos acercó y nos ofreció, aunque breve, su biografía. Se llamaba Abdou Ndack Ndiaye y ya tenía veinticinco años. Sus compañeros hicieron una colecta para devolver sus restos a Senegal. Y así se hizo. Los del tajo también lo recordaron: “Abdou no ha muerto, a Abdou le ha asesinado la precariedad, las ansias de enriquecerse de una patronal letal que se ha cobrado la vida en lo que va de año de 8 trabajadores en nuestra zona. En concreto en la misma empresa en la que falleció Abdou, este mismo fin de semana ha perdido la vida otro compañero. ¡Basta ya!”. En la Margen Izquierda, el joven Abdou, tenía poco más de veinte años, comenzó a vender mecheros, pulseras, pañuelos de papel... para sobrevivir