Raimundo Fitero
DE REOJO

Sin gas

Advierto de mi alarmante estado emociona, social y mental. No sé dónde estoy, ni a qué hora me debo recoger, ni si puedo ir a la compra al lugar más cercano a mi residencia. Estoy, como la mayoría de la ciudadanía, hasta allí de tantas medias tintas, tantas restricciones implementadas de manera escalonada, con tantas posibilidades de aplicaciones de la misma norma que se necesita un especialista en jeroglíficos para poder entender quiénes somos, adónde podemos ir, quién puede moverse y si los bares y restaurantes son focos de contaminación o no y las razones para que en un lugar sí y en otro no. ¿Alguien sabe orientarse en este laberinto?

Por eso me vengo arriba cuando leo que de manera «inequívoca» (qué magnífica palabra, rotunda, totalitaria, sin contestación) hay agua en la Luna. Uno de mis temas recurrentes. ¿Por qué se mueven tantos camiones y toneladas de plástico con agua supuestamente tratada por toda la península? Beber agua de Granada en Azpeitia, agua del Moncayo en Cádiz ha formado parte de una estafa global. La huella de carbono que tiene el agua mineral, o mineralizada o de botellín es absurda, inmensa, no tiene sentido, y hay que entender que pagamos el agua, embotellamiento,  transporte y comisiones de intermediarios y distribuidores.

Ahora tenemos una solución más estrambótica: traer agua de la Luna para las mesas de los príncipes, consejeros delegados, artistas de la moda juvenil o políticos con despacho de diseño. Sin gas, embotellada en envases de kriptonita, con tapón de polvo cósmico concentrado. Debe ir la cosa muy en serio porque hay una compañía que está instalando Internet a la Luna. O sea, antes de que lleguen los primeros pobladores, se aseguran tengan señal para ver los partidos de fútbol, béisbol o básquet. Y la Fox, que Trump anda perreando por ahí.