Miguel Ángel Irazabalbeitia
Arquitecto
KOLABORAZIOA

Vuelvo a pasear por la bahía

Vuelvo a pasear por la bahía. Las limitaciones de movimientos derivadas de la pandemia me hacen recuperar el paisaje acostado en el mar, en calma, bañado por el sol, permanencia amiga.

Recorro el primer espigón hacia la bocana y la vista se entretiene con las casas de la Jarana, el Paseo de los Curas, las dársenas, el acuario. Miro por encima del pretil hacia Ondarreta, encendida de color, y giro la vista hacia La Concha, recreándome en la placidez del cuadro.

Y ahí, calando la decepción mi ánimo, la ensoñación se rompe. Miraconcha descompone el encanto. No veo la ladera arbolada en la que se engarzaban edificios de porte, solo veo un graderío desventrado de hormigón y vidrio, rematado por las moles emergentes de la nueva ordenación de la calle Amara, fuera de escala, fuera de contexto.

Pero, ¿a quién le importa?

La ciudad ya no son sus espacios, sus calles, sus plazas, sus avenidas, paseos y parques, ni la arquitectura proporcionada que los formó para uso y disfrute de sus ciudadanos. La ciudad es solo el tablero del Monopoly, patio de recreo de especuladores y fondos buitre, donde el urbanismo solo sirve para pujar al alza el valor económico de los inmuebles y de todo espacio que pueda convertirse en casilla para el negocio inmobiliario.

El único objetivo ahora es asaltar el terreno edificable, para llenarlo con el mayor número posible de metros cuadrados construidos, cuya venta permita maximizar el beneficio de la inversión, siendo las nuevas calles el resto mínimo necesario para que los vehículos puedan rodar.

No hay respeto para la ciudad que ha sido y que aún perdura acogotada, a la espera de ser alcanzada por nuevos abscesos, que aferrados a la antigua planificación, puedan vivir de sus capacidades sin aportarle nada, parasitándola hasta que la agoten y la dejen sin belleza ni vida.

Pero, ¿a quién le importa?

No al menos a los responsables actuales del desarrollo de esta ciudad, si por sus hechos hemos de conocerlos.

Han dejado de pensar una ciudad para sus ciudadanos y únicamente vehiculizan los intereses económicos, propios o ajenos, con un inmenso despiste cultural solo explicable por desconocimiento o desinterés. El marco incomparable se les está cayendo a pedazos y no se enteran o no se quieren enterar.

El dinero llega a espuertas, pero en el momento en el que haya agotado el recurso, que no es otro que la belleza natural y urbana de Donostia, huirá sin mirar atrás, dejándonos únicamente el destrozo y un recuerdo irrecuperable.

Y no puedo pensar sino que este urbanismo actual es igual al que se desarrollo en las postrimerías del franquismo, que creíamos se había enterrado con la dictadura, pero que, tras cuarenta años, reaparece pujante, envalentonado, insolente, ya que lo que en el franquismo se hacía en el extrarradio, en Altza o Larratxo, se hace ahora también en pleno centro, en Amara Viejo y Aldapeta, en Miraconcha, con materiales más caros, pero con la misma miseria urbana y ambiental.

Esto no ha acabado. Si alguien se preguntaba por qué las autoridades se habían empeñado en ejecutar la pasante del metro (Topo debería ser), cuya necesidad se escapaba al entendimiento de la mayoría de donostiarras, que tenga clara la respuesta: el soterramiento de las vías, la desaparición de la estación de Easo van a liberar una gran superficie susceptible de convertirse en parcelas edificables, y por tanto en negocio. No, el interés no es mejorar el transporte, el interés es ampliar el campo de operaciones. Miedo da pensar cómo puede acabar.