EDITORIALA
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El derecho a una buena muerte es crucial para las buenas vidas

Por fin, el Congreso ha aprobado una ley para despenalizar la eutanasia en el Estado español. La norma aprobada el jueves busca garantizar que, llegadas al momento en el que la vida se puede alargar pero no recuperar, a ese momento en el que el sufrimiento vence a toda expectativa, las personas tengan derecho a no perder el control de su vida y tengan acceso a una muerte digna dentro del sistema sanitario público y de cuidados.

Esta ley llega tarde para muchas personas y familias. En Euskal Herria, el caso de Maribel Tellaetxe y la lucha que ha llevado su familia para reivindicar la voluntad de su “Amatxu” y defender que nadie tenga que pasar por esa tortura, ha sido ejemplar y ha removido conciencias en todo el mundo. Tal y como señalaban estos días, la ley es importante porque defiende los derechos humanos y la libertad, y porque en adelante evitará muchos sufrimientos indebidos e injustificables.

Claro que es una ley mejorable en muchos aspectos. Además, su éxito dependerá de que se desarrolle rápidamente y de manera adecuada. El articulado aprobado está muy condicionado por las presiones de los poderes que se oponen al derecho a una muerte digna. Se habla de la autonomía de las personas, pero se las mantiene bajo sospecha, cuestionando una y otra vez su voluntad, provocando la duda sobre su decisión. Ahí se entrevé un sesgo moralista. En principio, en nuestra sociedad, nadie quiere morir. Sin embargo, hay mucha gente que no está dispuesta a malvivir, sobrevivir o, simplemente, sufrir y hacer sufrir. Hay que entenderlo así.

Esa insistencia en confirmar la voluntad refleja también el miedo a que el Tribunal Constitucional anule la norma, tal y como ha ocurrido recientemente en Portugal. Vox, que votó en contra junto a PP y UPN, ya ha dicho que recurrirá. Es evidente que los poderes judiciales españoles son muy retrógrados y perfectamente capaces de tumbar una ley aprobada por una amplia mayoría parlamentaria, que además responde a un gran consenso social previo. El peso de la Iglesia católica en el Estado español es menguante pero constante. Todo ello ha provocado un exceso de celo, por así decirlo, en la redacción sobre las condiciones que tiene que cumplir la persona que demanda la eutanasia.

El extraño «derecho» a decidir por los demás

Por supuesto, en contra de lo que dicen algunos de sus detractores, la ley no obliga a nada, ni a morir ni mucho menos a matar. Porque ayudar a morir en ningún caso es matar: esto último supone quitarle la vida a alguien en contra de su voluntad, mientras que al asistir a alguien para morir se está cumpliendo con su deseo de terminar con su vida y tener una buena muerte.

La eutanasia pone al servicio de la ciudadanía los mecanismos que la ciencia y la medicina tienen para acabar con una vida que por las razones que sea ya no da más de sí, siempre que su protagonista considere que no merece la pena seguir viviéndola.

Tal y como se ha señalado, la ley cumple con todas las garantías, incluso con una exigencia exacerbada para la persona que toma esa decisión, que nunca es fácil. Prueba de ello es que algunos que decían que lo harían ahora no lo harán, mientras que otros que pensaban que nunca pasarían por ahí, se acogerán a su derecho. Como sucedió antes con el divorcio, el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo, la derecha logra retrasar los avances pero disfruta hipócritamente de ellos.

Las personas que por razones religiosas o de otro tipo estén en contra, podrán decidir cómo quieren morir ellas, pero no podrán decidir cómo debe morir el resto. Y su muerte, todas las muertes, serán igual de «naturales». Si se permite el sufrimiento, en muchos casos sin otro remedio, ya es hora de que se ayude a dejar de sufrir. Más allá de dogmas y lecturas rigoristas de la religión, no hay dios que pueda defender la crueldad.

Como en otros muchos temas, en la cuestión de la muerte digna la sociedad va por delante de la clase política. Más allá de discursos, cualquier familia que se haya enfrentado a una situación así sabe que no se debe renunciar a nada, ni a aliviar el sufrimiento ni a terminar con él de una vez por todas. Por esa realidad fatal que antes o después afecta a todo el mundo, esta es una tendencia imparable. Eso sí, cambiar la relación social que se tiene con la muerte implica reflexionar sobre la que se quiere tener con la vida. Esto requiere un debate profundo, honesto y complejo. Quitarse de encima los problemas que soluciona la ley debería facilitar ese debate.