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El Museo de Bellas Artes de Bilbao: un futuro sin historia


Entre los títulos de culto de la cinematografía universal tal vez sea el de “Metrópolis”, del cineasta de origen austríaco Fritz Lang, uno de los más destacados. La distópica realidad social en ella recreada, con la insustituible expresividad visual del cine mudo, tenía como fuente creativa la novela homónima de 1926 de la escritora alemana Thea Von Harbou, a la sazón esposa de Lang. Al comienzo de su obra, Von Harbou recibe al curioso lector con una contundente declaración de intenciones: «Este libro no es de hoy ni del futuro. No habla de un lugar. No sirve a ninguna causa, partido o clase. Tiene una moraleja que se desprende de una verdad fundamental: Entre el cerebro y el músculo debe mediar el corazón».

En los recientes e inéditos tiempos que corren, resurgen con fuerza (no sin razón) las ficciones literarias creadas por Thea Von Harbou, George Orwell, Aldous Huxley o Ray Bradbury. Es decir, las narraciones que auguran a los seres humanos un futuro de alienación moral, de deshumanización y alejamiento de los valores, principios, pensamientos y acciones que aspiraban a convertirlos en tales.

En los alrededores cronológicos en los que Von Harbou situaba la ficción futurista de su Metrópolis (2026), la ciudad de Bilbao proyecta tener finalizada una aclamada ampliación para su Museo de Bellas Artes. Son probablemente pocas las personas que, sin embargo, más allá de los juicios precocinados y del artificioso tamiz mediático, conocen el origen y la razón histórica de la colección que se expone en sus salas, a pesar de haberse adscrito de manera automática a un cómodo consenso en torno al futuro de la pinacoteca. Desconocen muy probablemente que la suya ha sido una historia de incansable búsqueda de soluciones a la carencia de espacio apropiado en el que albergar sus obras, soluciones en las que, hasta la fecha, habían imperado criterios de proporcionalidad, racionalidad y coherencia respecto a la realidad social, cultural y económica de cada momento.

En 1933, el crítico de arte y más adelante alcalde de Bilbao, Joaquín Zuazagoitia recordaba en una entrevista que le hacía el también crítico de arte y posteriormente director del museo bilbaíno, Crisanto Lasterra, publicada el 13 de julio de ese año en el diario Euzkadi, los avatares de un polémico proyecto de construcción de un Palacio de los Museos a finales de la década de los años diez en la ciudad. Aquel proyecto, finalmente abortado, fue presupuestado en siete millones de pesetas, lo que en la época causó estupor, a pesar de la bonanza económica que vivía Bizkaia.

Aunque en dicha entrevista Zuazagoitia reconocía la evidente necesidad de contar con un edificio digno para las colecciones de arte antiguo y moderno (de cuya fusión fue resultado el museo que hoy todos conocemos), aseguraba: «La falta de sentido de la medida ha hecho que aquí se frustren muchas cosas estimables. La palabra palacio es ya una desproporción. El problema habrá de resolverse con un edificio proporcionado a su destino: sencillo, con capacidad suficiente para que las obras cobren el realce necesario, bien distribuido, bien acondicionado de luz. En suma, un alojamiento en que impere el sentido de las proporciones y el buen gusto... No vayamos a incurrir en el disparate de dar al continente más importancia que al contenido».

Sin duda, aquellos de Zuazagoitia y Lasterra eran otros tiempos… Tiempos en los que entre el cerebro y el músculo aún mediaba el corazón.