RECUERDOS DEL DOLOR DE LOS ESCLAVOS DEL FASCISMO
El Planetario de Iruñea acoge hasta el 4 de septiembre la exposición «Fronteras de hormigón», que permite conocer las estructuras levantadas en el Atlántico y en el Pirineo por Hitler y Franco utilizando a trabajadores forzados, a los esclavos del fascismo.
En el Pirineo y en el Atlántico todavía se puede contemplar parte de las estructuras defensivas levantadas por los regímenes de Franco y Hitler utilizando a trabajadores forzados, a los esclavos del fascismo. Son «cicatrices de un pasado traumático y ominoso», según se señala en la exposición.
Esa huella se hace presente en el Pirineo a través de una serie de búnkeres, nidos de ametralladoras y otras estructuras con las que Franco buscaba convertir la cordillera en barrera infranqueable para defender la “Nueva España” de invasiones desde el Estado francés. Esas defensas se levantaron en dos fases. La primera se llevó a cabo en 1939 y abarcó la zona pirenaica de Euskal Herria y Catalunya. Y a partir de 1944 se ejecutó la segunda fase, que ya afectó al conjunto de la cordillera, con los trabajos acelerándose a raíz del final de la Segunda Guerra Mundial ante una eventual invasión de los Aliados y que se prolongarían hasta 1958.
En la zona de Euskal Herria, Franco levantó un total de 1.836 búnkeres de los 2.884 inicialmente previstos. Unas estructuras que se vieron acompañadas de la construcción de carreteras y pistas de montaña para facilitar el acceso a esas defensas y unir los diferentes valles pirenaicos con el objetivo de desplazar con la mayor rapidez a las fuerzas que intervendrían ante una eventual invasión.
Calcular con exactitud el coste económico de las obras de fortificación resulta complicado, aunque fue enorme, pero incluso pudo ser todavía más elevado el coste social. El franquismo destinó más del 35% del gasto público a cuestiones militares durante la mayor parte de los años 40, para lo que detrajo recursos de los servicios públicos. Y además, lo hizo en plena posguerra, en una década de miseria con una hambruna que llegó a afectar incluso a la estatura media de la población del momento.
La utilización de esos ingentes recursos públicos en obras de fortificación era planificada desde el Estado, principalmente por el Ejército, pero además supuso importantes beneficios para las empresas privadas elegidas para llevarlas a cabo y que estaban estrechamente vinculadas al régimen.
Y también dieron pie a unas redes de corrupción y tráfico de influencias que generaron grandes beneficios particulares, tanto a las empresas proveedoras como a los oficiales del Ejército, que en muchos casos desviaban al mercado negro alimentos destinados a los soldados y los prisioneros que estaban en las obras, según se recoge en la exposición.
La construcción de esas defensas supuso prácticamente la militarización del Pirineo. La llegada de los trabajadores forzosos y de los soldados que les custodiaban generó una auténtica invasión en algunas localidades, donde se ocupaban tierras y edificios para albergarlos, tanto públicos como casas particulares. Algunos lugareños tuvieron que ocuparse hasta de la manutención de los soldados con la promesa de unos pagos que o llegaban con retraso o nunca se producían.
Incluso se utilizaban vehículos, caballerías y cuadras de los vecinos en las obras y se llegó a talar gran cantidad de árboles al margen de la regulación comunal de explotación forestal para construir los barracones.
En esas estructuras de madera levantadas sobre la marcha eran hacinados los prisioneros, la mano de obra forzada que construiría las defensas fortificadas. Se hallaban integrados dentro de los batallones dependientes del sistema concentracionario, encargado de la represión sobre los vencidos en la Guerra del 36.
En total, más de 100.000 prisioneros trabajaron en batallones dependientes de la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros hasta 1945, mientras que a decenas de miles de presos se les aplicó el Sistema de Redención de Penas por el Trabajo, vigente desde 1938.
Estos esclavos del franquismo fueron destinados en el Pirineo desde el año 1939 y se les empleaba para esas tareas como «compensación por sustentarlos», para que contribuyeran a reparar «los daños y destrozos perpetrados por las hordas marxistas» y para darles la ocasión de «demostrar su grado de rehabilitación moral, patriótica y social adquiriendo el hábito de la profunda disciplina, pronta obediencia y acatamiento al principio de Autoridad», según se establecía en el reglamento de los batallones de trabajadores.
20.000 cautivos en los trabajos
En 1940, estos batallones se reorganizaron con jóvenes combatientes republicanos obligados a realizar el servicio militar de nuevo o con nuevos reclutas clasificados como “desafectos” al régimen. De esta manera, entre 1939 y 1942 trabajaron en estos batallones al menos 20.000 cautivos y, a partir de 1943, tomaron parte en la construcción de las fortificaciones miles de soldados de reemplazo.
La vida de los que construyeron tanto las fortificaciones como las carreteras del Pirineo era muy dura debido al clima y a las malas condiciones laborales, higiénicas y sanitarias en las que les mantenían sus guardianes. Sufrían escasez de alimentos e incluso de ropa de abrigo. Como indicó uno de los prisioneros, al llegar a la localidad de Igari (Zaraitzu) se encontró hacinados en los barracones a presos «completamente muertos en vida». Además, los prisioneros se exponían a todo tipo de castigos, como amenazas, golpes, palizas y sobrecarga de trabajo.
Esas duras y extremas condiciones de vida y las ejecuciones extrajudiciales hicieron que se registraran decenas de muertes entre los prisioneros.
En vista de cómo era su día a día, resulta muy comprensible que intentaran escapar si tenían la más mínima oportunidad. Así ocurrió con once prisioneros del Batallón de Trabajadores número 64, destinado en Amaiur, en Baztan. El juez que instruyó el caso realizó un informe en el que destacó como causas de la fuga el hacinamiento en el que vivían los prisioneros y la relajación de los militares que les vigilaban.
Lo único que conseguía atenuar esas duras condiciones de vida era la solidaridad de sus familiares y de los habitantes de las localidades pirenaicas, que les facilitaban alimentos con los que matar el hambre e incluso les llegaban a lavar la ropa o les ayudaban en sus planes de fuga.
La prueba de 1944
A pesar de la intensa militarización del Pirineo a través de la construcción de búnkeres, nidos de ametralladoras y puestos de observación, por la muga siguió pasando el tradicional contrabando y personas que en los años 40 huían de la represión a ambos lados de la cordillera, en un caso del franquismo y en el otro del nazismo.
E incluso llegó a experimentar una invasión, aunque no la que tanto temía Franco por parte de los Aliados a causa de sus estrechos vínculos con los regímenes fascistas que iban camino de perder la Segunda Guerra Mundial.
A comienzos de octubre de 1944, centenares de miembros de la Agrupación de Guerrilleros Españoles cruzaron la muga por Luzaide y Erronkari dentro de la “Operación Reconquista”, liderada por el comunista navarro Jesús Monzón. Se trataba de una ofensiva con un ataque principal en el Val d’Aran y que buscaba empujar a los Aliados a combatir contra Franco de la misma manera que lo hacían contra Hitler y Mussolini.
Sin embargo, los planes no salieron según lo esperado y los guerrilleros se encontraron con 50.000 soldados del Ejército franquista y otras fuerzas, que terminaron rechazándoles y obligándoles a cruzar de vuelta el Pirineo sin que los Aliados movieran un dedo, más interesados en derrotar a la Alemania nazi.
Con el final de la Segunda Guerra Mundial, parecía que el régimen de Franco volvía a estar expuesto ante un posible ataque aliado por sus relaciones con las fuerzas derrotadas. Pero esa posibilidad se terminó desvaneciendo con la llegada de la Guerra Fría y el cambio de actitud de EEUU hacia el dictador español al buscarle como aliado frente al comunismo. Con ese giro, la fortificación del Pirineo perdió interés para Franco y sus defensas terminaron cayendo en el olvido, con la vegetación adueñándose de esas estructuras construidas con el sudor y la sangre de los esclavos del fascismo.