NOV. 01 2021 Interview REBECCA MAKKAI ESCRITORA «El sida evidencia las enormes desigualdades sociales que existen» Nacida en Illinois en 1978, hasta la fecha había publicado dos novelas y un libro de cuentos pero ha sido «Los optimistas», su tercera novela, la que le ha consagrado como una de las voces más potentes de la literatura de EE.UU, habiendo sido finalista del Pulitzer y del National Book Award. Jaime IGLESIAS MADRID “Los optimistas” es un relato en primera persona sobre los estragos que causó la pandemia del sida entre la comunidad gay de Chicago a finales de los años 80, la historia de una generación luchadora y optimista que, de la noche a la mañana, sintió que su mundo se venía abajo. Con una prosa sincera y emotiva y un relato estructurado en dos tiempos, Rebecca Makkai ha conseguido poner voz a los protagonistas de una época que sigue ocupando una posición marginal en los manuales de Historia Contemporánea. Según usted, su primera idea fue escribir una obra sobre la «generación perdida», ese grupo de artistas estadounidenses que vivió el París de los años 20. Partiendo de esa premisa, ¿cómo acabó alumbrando una novela sobre los primeros tiempos del sida? El deseo de acercarme a la “generación perdida” era para contar la historia de un grupo de jóvenes cuyo mundo se va desmoronando. Queriendo hablar de aquella época desarrollé un personaje, llamado Nora, que fue musa y modelo para varios de los pintores que hicieron fortuna en el París de antes y después de la I Guerra Mundial. El punto de partida de la novela era contemplar a Nora en su ancianidad, en la década de los 80, y que alguien contase su historia retrospectivamente. De ahí surge el personaje de Yale. Pero me di cuenta de que evocar un tiempo pasado no tiene tanta fuerza como escribir desde el presente, y Yale fue adquiriendo autonomía. Fue entonces cuando vi claro el paralelismo entre la llamada “generación perdida” y quienes padecieron la epidemia del sida en los 80. Lo curioso es que mientras de la “generación perdida” existe mucha documentación y se han escrito muchas obras, de la generación que vivió los peores años del sida apenas sabemos nada. Para mí eso fue un acicate para darle la vuelta al planteamiento inicial y ponerme a escribir otra novela totalmente diferente a la que tenía en mente. ¿Dónde localiza ese paralelismo entre la llamada «generación perdida» y quienes convivieron en el sida en los años 80? El concepto de “generación perdida” es una invención de Scott Fitzgerald y aunque tendemos a pensar que se trató de un grupo de jóvenes cínicos que vivieron con despreocupación antes de dejarse atrapar por el desencanto, hay que poner en valor la alegría, la brillantez y el activismo de todos esos jóvenes que, de un día para otro, sintieron cómo la realidad que les inspiraba se iba destruyendo por las secuelas de la I Guerra Mundial. Antes de que tuviera lugar dicho conflicto, París fue una ciudad de acogida para muchos jóvenes con talento pero sin recursos que habían abandonado sus hogares buscando cumplir un sueño y que, contagiados por el frenesí creativo que vivía la ciudad, encontraron una nueva familia en sus compañeros de fatigas, pero llegó la guerra y la gripe y muchos de estos jóvenes murieron. Las comunidades gay que florecieron en las principales ciudades de EE.UU durante los años 70 también estaban formadas por jóvenes cargados de ilusiones que habían dejado atrás sus lugares de origen encontrando un nuevo impulso en el ámbito de la creación artística. El estado de shock en el que les dejó el sida, ese sentir que el mundo que habían construido se iba desmoronando mientras veían agonizar y morir a muchos amigos y conocidos, traza una similitud entre ambas generaciones. ¿Cómo se documentó para recrear aquella época? ¿A qué tipo de fuentes acudió? De entrada, acudí a bibliotecas y hemerotecas y me sorprendió el escaso número de publicaciones sobre lo que había supuesto el sida en una ciudad como Chicago, que no tuvo una comunidad gay tan activa como la que podía existir entonces en Nueva York o San Francisco, pero que no deja de ser la tercera ciudad de EE.UU. Ante eso opté por realizar entrevistas a amigos de amigos que sabían o conocían a personas que habían estado involucradas en la lucha de la comunidad hay de Chicago en los años 80. Fue un trabajo de rastreo, unos testimonios me fueron llevando a otros hasta que pude acabar entrevistando a médicos, abogados, activistas, supervivientes, personas que habían perdido a compañeros en aquellos años o que llevaban siendo seropositivos desde entonces. Yo les hacía preguntas específicas porque yo ya tenía definidos a mis personajes, pero me faltaba ofrecerles un contexto. Para mí era muy importante hacer un retrato fidedigno de lo que fueron aquellos años y de ahí que tras concluir la novela diese a leer el manuscrito a muchas de esas personas. En aquellos años el sida era una enfermedad que pesaba como un estigma sobre la comunidad LGTBi. ¿Cree que hoy en día se han superado esos prejuicios o siguen pesando de cara a no dedicar recursos suficientes a la investigación? Todavía siguen pesando mucho esos prejuicios. Basta acudir a las estadísticas y ver cómo actualmente más de un millón de personas siguen muriendo al cabo del año víctimas del sida. Lo que ocurre es que la mayoría de esas nuevas víctimas pertenecen a países africanos que no merecen la más mínima consideración por nuestra parte, por eso caemos en el error de pensar que el sida es una enfermedad del pasado. En el fondo, el sida siempre ha reflejado exclusión y marginalidad. En EE.UU la mayoría de nuevos contagios se están dando en población afroamericana y latina del sur del país. ¿Y qué hace el gobierno ante eso? Pues recortar en sanidad y en investigación. De hecho, cuando Trump llegó a la Casa Blanca una de sus primeras decisiones fue despedir a todos los miembros del Consejo Presidencial para asuntos relacionados con el VIH. Esos recortes son un drama en un país donde hay mucha gente que no tiene acceso al seguro médico ni a los tratamientos más básicos. Es una enfermedad que evidencia las enormes desigualdades sociales que existen. ¿Cree que la epidemia del sida contribuyó a la lucha del movimiento LGTBi, a que este se organizase y coordinase con más efectividad? Sí, sin duda. Desde los años 70 los gays habían emprendido una lucha con la idea de hacerse más visibles en la sociedad pero la aparición del sida y la estigmatización que padeció el colectivo hizo que emergiese un sentimiento de activismo mucho más acentuado. Muchos de los que empezaron a militar entonces pidiendo más recursos sanitarios y en investigación reorientaron ese activismo en la reivindicación de una igualdad plena de derechos para los homosexuales. Por otra parte aquella lucha también sirvió para involucrar en el activismo a los colectivos de lesbianas que, hasta ese momento, estaban al margen de todo, condenadas a la invisibilidad incluso por los propios gays. De hecho, una de las personas a las que entrevisté me comentó “si aquella hubiera sido una enfermedad que hubiera afectado masivamente a lesbianas, no sé si los gays hubieran tenido esa misma reacción de apoyo que ellos tuvieron por parte de ellas”. Lo bueno fue que en aquellos años emergió una colaboración que fortaleció el movimiento LGTBi, todos sus integrantes salieron a la calle a defender unos mismos objetivos. En aquel caso sí que se puede decir que la epidemia trajo consigo una reacción de solidaridad ¿no? Bueno, existió solidaridad entre los propios gays. Hubo una culpabilización del social colectivo que incluso caló entre muchos de sus miembros. Rebelarse contra el estigma fue lo que les hizo levantar la voz, luego fueron sumándose otras personas ajenas al colectivo pero yo creo que nunca fue una causa realmente popular. Los políticos, en general, sobre todo los del partido republicano, no vieron qué rédito podían sacar de apoyar esa lucha, incluso se esforzaron por mantener marginados a estos activistas como si fueran unos apestados. No deja de ser significativo que Ronald Reagan no pronunciase en público la palabra sida hasta 1987. La situación que hemos vivido con la covid es radicalmente distinta, no solo por la naturaleza de la enfermedad sino porque en este caso se trata de un virus al que todos estamos expuestos y eso obliga a la clase política a posicionarse sin subterfugios. Volviendo a la novela, llama la atención que usted organice la narración en dos tiempos, en los 80, con la historia de Yale Tishman y en 2015, con esa subtrama protagonizada por Fiona, hermana de uno de los amigos de Yale, con cuya muerte se inicia la novela ¿Por qué le dio esta estructura al relato? Mientras realizaba las entrevistas que hice para documentarme, empecé a interesarme por cómo funcionaba la memoria de quienes habían vivido aquella época. Cuando les hacía determinadas preguntas muchos de ellos me decían “hacía treinta años que no pensaba en esto”. Otros me sacaban fotos que ellos mismos no veían desde hacía décadas. Eso me llevo a pensar ¿de qué manera esta gente se relaciona con su propia experiencia? ¿cómo gestionan sus recuerdos? Porque me interesaba mucho cómo había evolucionado el sentimiento de culpa y el dolor en esas personas. Ese tipo de reflexiones me llevaron a desarrollar el personaje de Fiona y a trasladarlo a 2015. Fue una manera de introducir el tema de la memoria. En este sentido y atendiendo a la acogida que ha tenido su novela en EE. UU ¿Piensa que «Los optimistas» ha servido para reactivar la memoria histórica? ¿Cree que la literatura posee esa función? La única responsabilidad que me arrogo como escritora es con mis lectores. Con “Los optimistas” lo que más me preocupaba era hacer justicia a esa generación de hombres gays que ahora tienen entre 55 y 65 años y que vivieron en primera persona aquellos años del sida. Me preocupaba que se vieran reconocidos en la historia que estaba contando y he tenido la suerte de que ellos han sido uno de mis mayores apoyos. Rescatar su memoria ha servido para que otras muchas personas hayan accedido a la novela, algunas sin saber de que iba o sin tener un conocimiento real de aquella época mientras que para quienes la vivieron “Los optimistas” ha sido una especie de catarsis y eso me hace sentirme especialmente orgullosa.