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LAS MIL MANERAS DE MORIR DE UN REFUGIADO AFGANO EN TURQUÍA

Los refugiados afganos afincados en Turquía lidian con la huida por las amenazas de los talibanes, la crisis económica en el país de acogida y el abandono de Occidente.


Cuando mueres ahogado, mueres y ya está. Pero aquí, en Turquía, muero cada día». Hadayat Hakimi, quien habla, es un refugiado afgano asentado en Estambul que relata a GARA la dura travesía por el desierto que hay entre Kabul y Europa. En medio, esperanza y desespero a partes iguales; y en el transcurso, seis bocas que alimentar: su mujer no trabaja y tiene cinco hijos, uno de ellos, sordomudo. Sobreviven en un piso sin muebles en un barrio obrero periférico de Estambul, Esenyurt. Con lo poco que tiene ha podido amueblar un pequeño salón con alfombras meticulosamente bordadas y unos cojines a juego. En la otra habitación: una televisión y una extensa cama donde duermen todos y por donde sus hijos corretean. Todo lo demás, vacío. Se disculpa: «Me sabe mal que tengas que ver esto, en Kabul vivíamos mucho mejor, incluso podría haber tenido doce hijos, pero tuve que huir ante el avance talibán».

Su historia no es la de pocos: Acnur afirma que miles de afganos han tenido que huir de sus hogares por miedo a ser aniquilados por los nuevos ocupantes de palacio, los talibanes. Pero muchos afganos aterrizaron en una Turquía cuya economía hace aguas desde hace años, una situación que se agudizó en 2021 con una inflación que muchos economistas cifran en el 81% y una pérdida del valor de la divisa de un 47% en un solo año. Y si los turcos lo sufren, los refugiados –los últimos de la fila– aún más.

Justo en el barrio donde vive Hakimi se concentran muchos sirios y afganos. Y es allí donde muchos turcos han acudido para «aleccionarlos» debido al sentimiento antirrefugiados por la mala economía y un discurso político que no ayuda: el 9 de enero, una multitud atacó un establecimiento de sirios, un incidente que, según medios locales, se desató después de que un sirio le negara un cigarrillo a un turco. En un suceso distinto ocurrido tres días más tarde, Nail al-Naif, de 19 años, fue apuñalado en el pecho por un grupo de hombres que irrumpió en plena noche en la habitación donde dormía en el distrito Bayrampasa de Estambul.

El discurso político es totalmente contrario a la inclusión de los refugiados y lo comparten tanto Gobierno como oposición: nadie los quiere.

Ante estos acontecimientos, ¿tiene miedo Hakimi? «No temo por mí. Es normal que haya gente que tenga miedo, porque nunca han pasado por situaciones peligrosas, pero yo en Afganistán vi cosas peores», afirma refiriéndose a su vida en Kabul sorteando checkpoints talibanes. Pero cuando habla de sus hijos, todo cambia. «Ahora, por mis hijos, sí que tengo miedo y ellos también lo tienen. No salen demasiado a la calle, están siempre en casa. Los otros niños a veces les pegan, porque ellos no hablan turco ni árabe, los dos idiomas más comunes del barrio. Al final, están siempre en casa, hacen ruido y los vecinos se quejan», afirma resignado. El que uno de ellos sea sordomudo es la base del «problema de ruido» al que se refiere: «No sabemos qué hacer». Sin escuela ni sanidad ni servicios esenciales, Hakimi y su familia se encuentran en un laberinto sin salida: en un extremo, Afganistán en manos de los talibanes; en el otro, una Europa inalcanzable. Y en medio, Turquía, donde los afganos viven en un limbo burocrático al no ser considerados como lo que realmente son, refugiados, y en plena crisis económica que se ceba con los más miserables.

Precarios eternos

Canan Sahin, doctoranda por la Universidad de Queens, explica que los refugiados «trabajan en situaciones más precarias» –comparado con los turcos–, lo que no sorprende viendo las dinámicas que existen en todo el mundo ante la llegada de personas desesperadas de un país en guerra. Pero en Turquía se juntan el hambre con las ganas de comer: el éxodo de personas debido a las guerras en países cercanos y la crisis económica turca. «Hay sobreexplotación, una forma de hiperprecariedad y vulnerabilidad. Ganan poco y la tasa de desempleo es alta. Hay algunos que conservan sus trabajos y otros son despedidos por la crisis y porque son los más fáciles de echar. Si bien podemos decir que la crisis, seas refugiado o ciudadano turco, te hace sufrir, también podemos afirmar que los refugiados han sufrido más», señala.

Por otro lado, Sahin también destaca que la inseguridad laboral de un refugiado puede significar el reflote de una empresa turca, pues trabajan muchas horas, cobran poco y sus jefes los contratan de forma ilegal. «Para sobrevivir tienen que aceptar salarios más bajos. Si el salario mínimo turco es de 4.250 liras (270 euros), la mayoría de los refugiados ganan la mitad o dos terceras partes. Entonces sí, la crisis les ha afectado más y si existe una pirámide, están abajo del todo en la jerarquía de la explotación», explica.

Y Hakimi es uno de ellos: cobra 100 liras (6,50 euros) por un día de trabajo, cualquiera que sea. Pero lo que realmente le duele, dice mirando a sus hijos, es ver cómo los dos mayores, de 11 y 13 años de edad, salen cada día a hacer lo mismo por un tercio de lo que él gana, unas 30 liras (menos de 2 euros). «El pequeño trabaja en una tienda de ropa de 10 de la mañana a 21:30 de la noche. A veces, si hay muchos clientes, llega más tarde a casa. El otro –dice– ha empezado recientemente en un supermercado. Va pronto por la mañana, desde las ocho hasta las seis de la tarde. Algunos días le piden que vaya más tarde, como hoy, pero entonces vuelve a las doce de la noche». Y a continuación, se le cae el mundo encima.: «A veces me dicen: 'padre, en Afganistán teníamos miedo por si algún día no volvías y vinimos aquí pensando que la situación sería mejor, que seríamos felices, en un país libre, con educación'». Pero sentencia: «Ahora no pueden ir a la escuela o al hospital».

¿Y cuál es la alternativa? «Otra opción es abandonar el país, pero por el acuerdo de 2016 entre la UE y Turquía las fronteras están cerradas. Turquía es como una cárcel al aire libre para esta gente y hacer el viaje es muy peligroso», apunta Sahin. Y Hakimi, consciente de que subirse a una embarcación en dirección a las islas griegas o cruzar el río Evros puede ser una sentencia de muerte, coincide con esta opinión y mira hacia adelante, aunque sus fuerzas vayan mermando: «Con mi salario no nos da para nada. ¿Qué puedo hacer? Pago el alquiler y compro algo de comida. Pero no podemos hacer otra cosa». Solamente esperar. Esperar a que se le reconozca que durante trece año en su país dio su vida día tras día por una idea, la misma por la que volver a Afganistán sería una sentencia de muerte.

Trabajar para la OTAN

Es el caso de Hakimi y de otros afganos: cuando las tropas internacionales aterrizaron en Afganistán necesitaron de la ayuda de locales para realizar las actividades más elementales. Desde ayudantes de cocina hasta traductores o jefes de logística. Muchos se enrolaron en los ejércitos que hoy han abandonado la zona. Y ese abandono se tradujo en el de sus aliados afganos, quienes lo arriesgaron todo para ser claves en una misión que nunca llegó a buen término: eliminar a los talibanes, que tomaron el país entero, hasta la última aldea, y con la conquista del poder, la amenaza real de morir por haber trabajado con el «enemigo».

«Hasta hace unos meses estaba orgulloso de haber trabajado para la OTAN, porque están en contra de los talibanes y yo quería ayudar a derrotarlos», explica. Pero todo ha cambiado. «Ahora pienso: ¿cuál es la diferencia entre la OTAN y los talibanes? Los talibanes nos matan con las armas, pero las potencias extranjeras nos matan económicamente», asegura. Y revela para quién trabajó: «Si no hubiera trabajado para Alemania ahora estaría en Afganistán con una vida estable. Los talibanes no matan a la gente normal». Su rol como jefe de transportes le granjeó múltiples amenazas de muerte. Sus hermanos, que también trabajaron para otros ejércitos, pudieron ser evacuados. Él, en cambio, sobrevive en una Turquía que ya es un hervidero en todos los sentidos.

Un caso parecido es el de Habib, quien trabajó en tareas de mantenimiento en las bases norteamericanas y españolas. Su situación no dista de la de Hakimi, pero en su caso, su familia permanece en Afganistán a la espera de un milagro. Porque lo suyo fue mala suerte: cuando los talibanes tomaron Kabul, su nombre estaba en las listas del Ejército español para ser evacuado junto a su familia. Pero él ya había huido de Afganistán y ahora, desde Turquía, se encuentra a la espera de una respuesta por parte española. Deportado en más de una ocasión, sabe que la siguiente vez que aterrice en Afganistán no tendrá tanta suerte. «Si vuelvo, me matan», afirma. Y en el caso de que se corra la voz sobre el paradero de su esposa e hijos, ellos correrán la misma suerte. Ambos refugiados, Habib y Hakimi, fueron abandonados por los mismos Gobiernos que se beneficiaron de ellos cuando les necesitaron. Ahora que Afganistán ya no es de la incumbencia de los países occidentales, muchos colaboradores que no han sido evacuados luchan por salvar su vida.

Y Hadayat Hakimi y su familia, que son una ínfima gota en un enorme océano, se encuentran desprotegidos en una Turquía que, por mucho que la UE se empeñe en repetirlo, no es un país seguro. No solamente por incremento del sentimiento antirrefugiados en los últimos años, sino porque su estatus dentro del país no es el de «refugiado», a diferencia de lo que ocurren con sirios o iraquíes. Por ello, Hakimi, abandonado por las potencias occidentales en Afganistán, tuvo que escapar a una Turquía más xenófoba y destrozada económicamente, donde sus hijos deben trabajar para ayudar a mantener a flote a su familia. Lo vuelve a repetir: «Una persona puede morir ahogada una vez. Muere y ya está. Pero yo muero todos los días cuando veo a mis dos hijos volver de trabajar cada noche».