Los peores presagios se cumplieron ayer, con el inicio de la ofensiva de Rusia en Ucrania, más allá de los límites de Donetsk y Lugansk, cuya independencia reconoció Putin el lunes. Lo hizo en un discurso que será largamente recordado no solo por su movimiento en el Donbass, sino por los términos que empleó, legados del zarismo imperial. Putin llegó a culpar a Lenin y a la «Rusia comunista» de la creación de Ucrania, considerando ese país un invento y negando su soberanía.

La invasión rusa abre una fase impredecible, volátil y tremendamente peligrosa. Supone un salto cualitativo en la escalada que se venía viviendo y en estas espirales, cuanto más arriba se sitúa la tensión, más difícil y costoso resulta regresar sobre los propios pasos. Si no se paran pronto las hostilidades las muertes se multiplican, los agravios se instalan, la crueldad vence y todo es cada vez más difícil. No vale afirmar que no se quiere la guerra y al mismo tiempo hacer la paz imposible. Y hablamos de potencias nucleares, conviene no olvidarlo; o más concretamente, de imperios en decadencia con arsenales nucleares, algo todavía peor. Las referencias a la utilización de este armamento por parte de Putin son irresponsables.

Frente a la maquinaria militarista, existe una demanda política muy potente y popular para que la guerra no se imponga sobre la voluntad de los pueblos y los derechos de las personas. Su agenda es clara: los ataques deben terminar inmediatamente, Rusia y la OTAN deben replegar las fuerzas y restablecer el diálogo. A corto plazo, sobre la mesa hay puntos que son urgentes y absolutamente razonables, como la necesidad de un desarme o compromisos para dejar de lado las injerencias. A medio plazo, difícilmente podrá construirse un clima estable en Europa si la UE no se independiza diplomática y militarmente de EEUU; si no es un interlocutor válido. Frente a las nostalgias de bloques, hay que reinvindicar el internacionalismo y el multilateralismo. Hay que lograr parar esta guerra.