De guerras y ayudas
Puede ser que las imágenes de los ucranianos huyendo con sus maletas y sus trasportines para mascotas reflejen una realidad muy dura, pero mucho más amable que la de los sirios huyendo del suyo, sin otro equipaje que el dolor y la miseria. Puede ser que la piel blanca nos dé confianza para abrirles las puertas, y la oscura, temor suficiente para cerrárselas.
Puede ser que no asistamos a su agonía en directo, no hacen recuento diario de los niños asesinados, de las escuelas destruidas, de las maternidades bombardeadas. O que no nos jaleen desde todas las televisiones, no alienten nuestras donaciones por los altavoces de los supermercados, los operadores de telefonía no ofrezcan llamadas gratuitas a Siria y nadie nos diga lo buenos que somos si les echamos una mano.
Por alguna de estas razones, o por todas al mismo tiempo, nos disponemos a acoger cálidamente a miles de refugiados ucranianos, pero hemos recibido entre la indiferencia absoluta y el más absoluto rechazo al reducido número de refugiados sirios que nos tocaron en suerte.
Lo cierto es que decimos «No a la guerra» y lo que de verdad queremos decir es «No a ESTA guerra», que nuestra solidaridad es selectiva, y que ni nuestras mejores intenciones evitan que la ayuda que hacemos llegar a Ucrania –armas aparte– tenga más de política que de humanitaria.
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