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GAURKOA

«Sube a nacer conmigo, hermano»


Dame la mano desde la profunda/ zona de tu dolor diseminado./ No volverás del fondo de las rocas./ No volverás del tiempo subterráneo./ No volverá tu voz endurecida./ No volverán tus ojos taladrados./ Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta./ A través de la tierra juntad todos/ los silenciosos labios derramados/ y desde el fondo habladme toda esta larga noche./ Contadme todo, cadena a cadena/ eslabón a eslabón, paso a paso,/ afilad los cuchillos que guardasteis/ ponedlos en mi pecho y en mi mano/ como un río de rayos amarillos,/ y dejadme llorar, horas, días, años,/ edades ciegas, siglos estelares./ Dadme el silencio, el agua, la esperanza./ Dadme la lucha, el hierro, los volcanes./ Apegadme los cuerpos como imanes/ Acudid a mis venas y a mi boca/ Hablad por mis palabras y mi sangre».

El poeta chileno Pablo Neruda se acordaba de los sinnombre en este largo texto del “Canto General” que redujo Joan Baez para una memorable copla. Somos millones, cientos de millones los que nacimos en el anonimato para sobrevivir en la lucha por la existencia, para ser vasallos de unos cuantos jauntxos y reyezuelos, para ser esclavos de algodoneros, para producir en esa cadena capitalista capaz de atrapar desde aquellos niños descritos por Dickens en la Inglaterra industrial, hasta los temporeros recientes de la Huerta de Peralta, ya en Euskal Herria.

Y escribió Neruda que tenemos el deber de ser la voz de todos aquellos que nos precedieron: «hablad por mis palabras y mi sangre». Que los escritos no se conviertan en refugio ni recuerdo nostálgico y que la sangre, como señaló Flaubert, nos haga recuperar ese espíritu salvaje de la lucha y se convierta en la praxis que reivindicó Emiliano Zapata: morir de pie.

Y no puedo menos que reclutar palabras y nombres para recuperar la tremenda deuda y seguir los pasos de Neruda: «acudid a mis venas y a mi boca». Pablo González Larrazabal, refugiado en el astillero de Euskalduna, una mañana soleada de otoño, cuando entró disparando ráfagas de metralleta la Policía. Pablo quedó en el asfalto para siempre.

El tiempo lo borra casi todo, «esa larga noche», pero nos queda la sombra del brillo de aquellos cuchillos afilados, de aquellos canteros vascos que protagonizaron ya en el siglo XVI una de las primeras huelgas citadas en Europa, cuando por solidaridad con un compatriota marcó el devenir de nuestro futuro. La de Markina poco antes, hambre contra armaduras. Las de las minas de cobre, en Banka, cerca de Baigorri. La de mujeres en Barakaldo en 1905 contra la subida de alquileres que inundó las cárceles. Lo estibadores de Baiona en la Gran Guerra y los de la revolucionaria de Eibar de ese año de 1917. Las huelgas heroicas, en medio de la nada de 1947 y 1951, cárcel y exilio, contra las reformas laborales y de las pensiones, o la reciente internacional de mujeres ya en 2019, las de Tubacex, Sanidad Pública.

Rememoro la tragedia de los arrantzales que por llevar la soldata a casa, salieron a la mar en medio de la galerna y convirtieron a Lekeitio y Bermeo en un pueblo de viudas y huérfanos. Se ahogaron 142 y sobrevivió para contarlo Daniel Eskurza, aquel náufrago que parecía salido del cuento de García Márquez.

Las huelgas mineras de La Arboleda, Somorrostro, Galdames, Gallarta... que pigmentaron nuestra tierra de ocre, que agujerearon los montes de Triano y tiñeron de rojo el arroyo Granada hasta Ortuella, dejaron el poso de la rebeldía contra el tirano, contra el capataz vasallo de generales como Loma. Forjó nuestro pasado más cercano, armó de milicianos el Ejército vasco contra el fascismo y convirtió a sacerdotes como Periko Solabarria en curas obreros que madrugaron en el tajo hasta el anochecer. Dividieron la ría en dos márgenes, a la izquierda, como no podía ser de otra manera, la dignidad. A la derecha, los palacios de los opresores.

Mujeres también de hierro, en los lavaderos y escombreras mineros, sirvientes en las casas de las burguesías capitalinas, iñudes de Belle Époque, pagadas con sueldos de miseria, golondrinas de Zaraitzu y Erronkari a las alpargaterías de Maule. Niñas y ancianas trabajando en la ría, «míseras hembras de ropas sucias y cara negra, pasando y repasando como filas de hormigas por los tablones que servían de puente entre los buques y el muelle», como describió Blasco Ibáñez.

«Vivan los comunes, abajo los corraliceros», aquellas concentraciones, manifestaciones y asaltos de la Ribera navarra que recorrieron las agrietadas tierras que llevaron el hambre a miles de compatriotas en Beire, Tafalla, Olite, Sesma, Arguedas, Azagra, Lerín, Cárcar... Un reguero de muerte provocada por la Guardia Civil con alma de charol que recitaba Lorca y que llevó al gobernador a prohibir cantar porque, desde Iparragirre hasta Fermín Valencia, desde Estitxu hasta Olatz Salvador, el canto también es nuestra fuerza.

Nombres anónimos, asociados a miles de horas compartidas en centros míticos como Bandas de Etxebarri, Altos Hornos, Babcock & Wilcox, La Naval, Echevarría, Euskalduna, Marcial Ucín, General Eléctrica Española, Cementos Asland, Fundiciones Bolueta, Indumetal, Orconera, Michelin, Aceriales, Basconia, Unquinesa, Corrugados, CAF, Orbegozo, Astra, Eaton Iberica, Potasas... Incluso aquellos trabajadores de la central nuclear de Lemoiz que sabotearon la construcción del monstruo o que sufrieron sus consecuencias, como Andrés Guerra y Alberto Negro. Limpiadoras del Guggenheim, 285 días en huelga. Trabajadoras y trabajadores de Novaltia de Zamudio, la huelga más larga de la historia de Europa, que hace dos semanas cumplió mil días. Lejos de aquella huelga de pelotaris vascos que mantuvieron en EEUU durante tres años, desde 1988.

No puedo olvidarme jamás de aquel 3 de Marzo. Francisco Aznar, Pedro Mari Martínez Ocio, Romualdo Barroso, José Castillo, Bienvenido Pereda, Vicente Anton Ferrero y Gabriel Rodrigo. «Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta». Por la de aquellos mártires de Chicago, Antioquia, Glasgow, Bhopal, Johannesburgo, Iquique, Kordofán, Rana Plaza... Gasteiz.

Gora Maiatzaren Lehena!