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CRÍTICA «LA CASA ENTRE LOS CACTUS»

Una extraña armonía


Carlota González-Adrio ha apostado por el thriller en su debut en el formato largo y lo ha hecho respetando los códigos del género en su vetiente más clásica y característica. Dicha apuesta se convierte en un riesgo debido a las complejas herramientas que deben ser utilizadas para que la intriga funcione y seduzca al espectador.

El argumento, basado en la novela homónima de Paul Pen, se desarrolla en los años 70, en un enclave canario alejado de todo el mundo. Un rincón habitado por una pareja que ha encontrado en la naturaleza un motivo más que suficiente para vivir ajena al resto de la humanidad y preservar un secreto. Junto a esta pareja viven sus cinco hijas y responden a nombres de flores: Lis, Iris, Melisa, Lila y Dalia. Lo que se supone es una vida apacible en un paraíso de aparente armonía, no tardará en saltar por los aires cuando se produzca, en el primer tramo de la película, una tragedia que determinará el rumbo de la narración. Es en este punto cuando asoma a la historia el recurso que tantas veces ayuda a crear una atmósfera oportuna y perturbadora, la irrupción de un extraño. En esta oportunidad, se trata de un joven desorientado que irrumpirá en este entorno habitado por seres muy particulares cuyo microcosmo idealizado comienza a resquebrajarse.

Con estos mimbres, la directora compone un interesante relato reforzado por las más que solventes interpretaciones de Ariadna Gil, Daniel Grao y Ricardo Gómez.

A este trío les corresponde dotar de sentido y forma a las emociones que pulsan una historia que aumenta su inquietud de manera progresiva y que tiene entre sus principales referencias a aquella historia siniestra y gótica que rodó el maestro Don Siegel en el 71, “El seductor”.