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«A la búlgara» y en guerra


Los conflictos étnico-políticos en escenarios estatales que maltratan a las minorías o a las naciones sin Estado que malviven en su interior son utilizados como un elemento de presión y de debilitamiento del adversario entre los principales actores de las pugnas geopolíticas que jalonan el mundo.

Está claro, a su vez, que Ucrania tiene un problema con sus minorías prorrusas. Un problema heredado por la traumática implosión de la URSS, que dejó un reguero de reclamaciones nacionales resueltas a medias o irredentas en prácticamente todo el gigante euroasiático, desde el Cáucaso hasta Yakutia, en Siberia, y más allá.

Y, sobre todo en los últimos años, agudizado por un Gobierno, el de Ucrania, que, en una vuelta de tuerca a un proceso de «construcción nacional» impulsado con la independencia del país en los noventa, travistió las iniciales y legítimas aspiraciones contra la corrupción de revueltas como la del Maidan de 2013-2014 e instauró una Ucrania en oposición a Rusia y a las minorías prorrusas en territorios como Crimea, el Donbass y otras regiones del este del país, negándoles sus derechos políticos y lingüísticos.

Esta deriva está en el origen de la guerra del Donbass, iniciada en 2014, y que Rusia presenta como la justificación de su guerra a Ucrania. Pero no agota su explicación.

Porque, como quedó patente en el referéndum teledirigido desde Moscú en Crimea, Rusia no dudó desde un primer momento en utilizar a esas minorías, mayorías en algunos de esos territorios, como una quinta columna para poner sus picas en Flandes y para debilitar a Ucrania. Y no solo con urnas sino con armamento y paramilitares rusos.

Un fenómeno, el de la anteposición de las minorías rusas, utilizado profusamente, junto con el destierro de pueblos autóctonos, en la larga historia colonial de Rusia, desde Iván el Terrible hasta Stalin, y hoy día.

En este sentido, no cabe comparar linealmente conflictos como los balcánicos con anexiones como la de Abjasia y Osetia del Sur o con referendos como los de estos días en las zonas bajo control ruso en territorio estatal de Ucrania.

Si acaso, en el que nos ocupa, se puede equiparar la negativa de Rusia a reconocer a Ucrania como Estado con el rechazo de Serbia, que se erigió falsamente en heredera de Yugoslavia, a admitir la independencia de las repúblicas federadas que la componían y, finalmente, del ente autónomo que Tito reconoció en su día en Kosovo.

En el caso de Donetsk, Lugansk, Jerson y Zaporiyia, estamos ante puros procesos de anexión, en referendos en plena guerra, sin garantía alguna y con resultados «a la búlgara» (más votos que votantes) con dos objetivos: disuadir a Ucrania y a Occidente de seguir con su contraofensiva con la amenaza de una respuesta nuclear al ataque «a sus territorios» y, en su caso, poder enviar a reclutas a esas zonas rusas si vienen aún peor dadas.

Un flaco favor al legítimo derecho de autodeterminación de los pueblos y de las gentes y, me temo y ojalá me equivoque, a los que de buena fe han votado en aquellos territorios por volver a la «Madre Rusia».