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CRÍTICA: «LA PIEL DEL TAMBOR»

Revuelto de arquetipos en un cóctel agitado


Salvo “El maestro de esgrima”, dirigida por Pedro Olea en el 92, el resto de adaptaciones inspiradas en el imaginario literario del superventas Arturo Pérez-Reverte se ha saldado con unas poco más que discretas adaptaciones. Podría deducirse que el gran éxito que tienen sus historias en negro sobre blanco es directamente proporcional al nulo éxito que cosechan sus correspondientes adaptaciones fílmicas.

Es un caso singular ya que, o bien los directores no aciertan a la hora de dotar de sentido y forma lo que fue escrito -algo extraño porque ya han sido unos cuantos y de muy diverso estilo-, o bien, los propios textos originales no son tan efectivos como se les presupone. Es decir, que en su vertiente cinematográfica asoman con mayor evidencia las costuras de la narración.

“La piel del tambor” no es una excepción a esta regla. Es un producto de consumo rápido disfrazado de intriga y acción, un cóctel de pretensiones que nunca llegan a buen puerto, a pesar de su vistosa puesta en escena. A Richard Armitage le corresponde meterse en la sotana de un agente vaticano que alterna su licencia para rezar y su dinamismo a la hora de apretar el gatillo.

El protagonista tendrá como misión trasladarse a Sevilla y descubrir el origen de un complot tras haber sido hackeado el ordenador del mismísimo inquilino principal de la Santa Sede. Un mensaje, aludiendo a una iglesia sevillana -la Iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas- que mata para defenderse. Con estos mimbres, el filme zigzaguea por diferentes rutas sin asentarse en ninguna. Resuelta mediante arquetipos, el guion se siente poco desarrollado y jamás transmite tensión, ni siquiera en los encuentros que el sacerdote investigador comparte con el que encarna Amaia Salamanca, los cuales no plasman su supuesta tensión sexual. Armitage es el que peor parado sale ya que, a pesar de su esfuerzo y de su poderosa presencia, se muestra encorsetado dentro de un personaje vacío.