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Penúltimo episodio de una crisis interminable


Muchas, a la postre demasiadas, son las esperanzas que generó la llegada al poder en julio de 2021 del «maestro de Cajamarca». El país andino, uno de los más afectados del mundo por la pandemia, estaba exhausto.

La gestión de Castillo empezó con buen pie, con un impulso de la vacunación que mitigó los efectos del covid y con un intento, frustrado, de armar un gobierno de corte progresista.

Pero la derecha, la fujimorista y la homologada, no le concedieron la gracia parlamentaria no ya de los 100 días sino de una sola semana.

La sucesión de intentos por horadar su gobierno y de destituirle fue pareja con sus erráticos cambios de gabinete -cuatro en seis meses- y con sus estrambóticos nombramientos.

Outsider fichado a última hora por el «marxista-leninista-mariateguista» Perú Libre, debido al veto electoral por «corrupción» a su líder, Vladimir Cerrón, Castillo, quien confundió sus orígenes humildes con la reivindicación de su incultura política, se rodeó de los peores, y más corruptos, asesores. Los últimos, dos altos cargos militares, Wilson Barrantes y Gustavo Bobbio, que le habrían prometido, falsamente, el apoyo de la Policía y el Ejército para que decretara la disolución del Congreso.

Tras su salto al vacío, Castillo sigue detenido. Y las regiones del sur, que le dieron la victoria, se han levantado. Más que por él por el hartazgo ante una crisis política que ha conocido diez presidentes en los últimos diez años y un parlamento corrupto e institucionalmente golpista.

Y en un contexto económico endiablado, con una inflación galopante y una falta de fertilizantes (guerra rusa en Ucrania) que vacía las estanterías de alimentos de consumo básico.