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«As bestas» y «besteak»


Una noche, a la salida de un cine de zona minera, sucede que el hilo conductor de la historia llevada a la gran pantalla continúa en la realidad de las aceras, camino a casa. Sucede que, en ese silencio que a veces impregna el aire y nos impide hablar hacia afuera cuando lo que hemos visto atenaza todavía nuestro pulso, hay voces que perduran en el laberinto de rutinas, de vuelta a lo cotidiano: la mecánica de la reflexión. Es domingo. Al día siguiente comenzará otra jornada laboral para quien cuente entre sus haberes con el derecho al trabajo. El fin de semana quedará relegado al recuerdo con mayor o menor nitidez en la memoria. Hoy no será una fecha trivial en mi hemeroteca; se han activado secuencias de conexión difíciles de obviar cuando se vive rodeada de bestas.

El mío es un pueblo con el primer cargadero de mineral construido en Bizkaia, en la segunda mitad del siglo XIX, inmersa ya la explotación en un sistema de privatización del uso del suelo y registro de los yacimientos por empresas extranjeras. El único volado sobre mar abierto, sin la protección de ría ni puerto. Desde él, directamente, se llenaban los buques atracados en pleno entorno de acantilados, y la materia prima era trasladada para consumo europeo. Aún permanecen en Kobaron dos de los hornos levantados para calcinación de las extracciones menos puras en hierro y así concentrar la presencia del estimado material siderúrgico y abaratar costes de transporte.

Restos del pasado otean el mar, desde lo alto de Itsaslur, en busca de las manos que empujaban aquellas vagonetas repletas del codiciado tesoro, en busca de nombres a quienes debemos el patrimonio heredado. Sin embargo, la historia reseña los de grandes empresas, como Mac Lennan, que no sufrieron inclemencias, sino disfrutes económicos. No lloraron las muertes medio a oscuras en los túneles. Ni sintieron el duelo de las viudas esperando abrazar los cuerpos de sus hombres, sepultados en los criaderos mientras ellas rumiaban la esperanza de poder limpiarles el rostro y llevarlos a casa a comer una sopa caliente y un pedazo de pan, no importaba que fuera de la víspera. Lágrimas en la ecuación de la rabia, sin ocultar la desesperación, aferradas al cuerpo ya a cielo descubierto de un marido, un hijo, un padre o un hermano. Un compañero…

Viajamos al año 69 del siglo pasado. Grandes máquinas perturban la vida en la Vega del Barbadun. La burguesía vizcaína ha vinculado su capital a las ansias de invadir tierra vasca de la industria petrolera española, con el beneplácito del dictador, que ha otorgado licencia para edificar y explotar una refinería en las más de 20 hectáreas de estuario y su hábitat que hoy ocupa Petronor. Y aquí comienza el desastre ambiental en la costa de un pueblo minero.

De aquellos lodazales y los siguientes, estos humos. De esta permisividad continuada, mal disfrazada, enfermedades mortales, malformaciones en el desarrollo fetal y un sinfín de daños que no interesa calificar ni cuantificar a la pirámide política. De aquellos y estos débitos, puestos de trabajo a medida, algún sillón municipal incluido, unidos en la aritmética de la connivencia. Comprar sale muy barato cuando se sabe especular con la psique humana y su ambición. Todo tiene un precio en la trama de puertas giratorias.

En línea de coalición, el Gobierno Vasco acordó en 2010 prorrogar, durante cuarenta años más, la autorización inicial de Franco para seguir ocupando terreno público. Desde aquellas firmas de 1968, condescendencias del siglo XXI han rubricado otras tantas licencias de actividad y obra para ampliar sus instalaciones. Continuamos, por tanto, respirando -cuando, con suerte, el aire es cuasirrespirable- como si fuéramos ciudadanas de cuarta comarcal.

De aquellos y estos intercambios de prebendas, estas chimeneas: bestas de fuego que arremeten contra la dignidad de un pueblo dividido a su antojo. Bestas que manifiestan su omnipresencia gracias a la sinergia del polvo de coque -residuo de residuos en el proceso de refino del petróleo- con los monstruos, en forma de torres de alta tensión, que circundan la cordada de Gueñes a Penagos e invaden con su hierática presencia cimas emblemáticas y el equilibrio entre especies. A pesar de las acciones en contra de la plataforma Goi Tensiorik EZ!

Y ahora, amenazan una vez más mi pueblo y mi comarca encartada proyectos nada amables: en esta ocasión, los brazos gigantes de las eólicas.

As bestas” es una película brutal, que no debería dejar indiferente a nadie. Brutal su manera explícita de dirigirnos hacia la sima oligarca del poder económico a través de las emociones, de los patrones de conducta de personajes abrumados por el estiércol de las cuadras, la intemperie del paisaje -bello y abrupto, al mismo tiempo-, en el quehacer diario sin relevos ni fiestas de guardar. Retóricas de improntas heredadas: la permanencia en la tierra, el derecho de quién ha nacido en ella frente al de quien se instala allí como podría haber sido en otro lugar.

Resulta fácil deducir quiénes son y qué representan as bestas de la sobreexplotación del planeta. Besteak, todas esas figuras de orden legislativo-ejecutivo y sus adeptos medios de comunicación, profesionales todos ellos en obstaculizar la convivencia.

Así narramos la historia, con bestas y besteak a nuestro alrededor, y es harto difícil desvincular las unas de las otras porque pertenecen al mismo entramado de galerías neoliberales que, a modo de pozo minero, comunican recursos naturales e intereses privados, en contraposición al bienestar de las personas y el ecosistema.

Tal vez un día as bestas desaparezcan, y besteak sean reducidos a seres imaginarios que no trascienden fuera de la gran pantalla. Tal vez una noche, a la salida de cualquier cine, pueda escribir un relato de utopías conseguidas.