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EDITORIALA

El PNV es el nodo común de la red clientelar vasca y esto debería preocuparles incluso a ellos


El clientelismo es, seguramente, el problema endógeno más serio que tiene el país. Claro que en 2023 Euskal Herria tiene retos mayores, derivados de tendencias generales, de su escala y de años de conflicto. Sin embargo, el clientelismo es marca de la casa del autonomismo vasco, es una cultura burocrática y empresarial particular que se ha desarrollado durante los últimos cuarenta años y que está llegando a una degeneración preocupante. El caso De Miguel supone una alarma que se debería atender, aunque sea tarde. Hasta tal punto es un problema, que debería preocupar incluso a sus principales beneficiarios.

Amigos, parásitos y corruptos

Igual que se ha demostrado en el caso De Miguel, en la red clientelar autonómica todos los nodos tienen un elemento en común: el PNV. Al cabo de todos los contactos aparece una persona, una familia o una empresa asociada al partido gobernante. Incluso si el beneficiario es de otro partido, como los cargos depuestos en EiTB tras el Gobierno de Patxi López o el exdelegado del Gobierno español Mikel Cabieces, los intermediarios tienen relación directa con el PNV.

Bajo esta disciplina se proyecta el urbanismo, se organizan las diversas agencias públicas, se fomentan unas industrias y unos servicios, se compra y se vende patrimonio, se invierte y se desinvierte, se convocan ayudas, se modela una sociedad civil… En definitiva, en comandita público-privada se establecen prioridades y estrategias que benefician a unas empresas y marginan o demoran alternativas mejores.

En esta red se concatenan políticas públicas y proyectos privados. Los segundos saldrán a cubrir las necesidades que previamente han marcado las administraciones. Desde consultoras dedicadas a la Sanidad hasta constructoras reconvertidas al «greenwashing», el hilo conductor es fácil de seguir. Habrá concursos, pero incluso cuando haya pruebas de irregularidades, las empresas que han perdido el contrato público no recurrirán, porque sabían que iba a ser así o porque saben que «hoy por ti y mañana por mí».

En última instancia, las empresas pueden ser condenadas por prácticas irregulares, como lo fueron las consultoras por conformar un cártel para repartirse contratos públicos de Lakua, pero ni las multas alcanzan los beneficios del chanchullo ni el Gobierno les inhabilita para nuevos contratos.

El PNV acaba de llevar a cabo un proceso de escucha donde le han advertido que «no es un partido asociado a la corrupción, pero debe contrarrestar cierta imagen de ‘amiguismo’ que ha podido calar tras tantos años de gestión pública». Dicho de otra forma, una parte importante de la sociedad vasca piensa que los jeltzales no roban -o al menos no de forma tan obscena como otros-, pero tiene claro que benefician a los suyos de forma inmoral. La reacción de los dirigentes del PNV y de las instituciones vascas al caso De Miguel ha sido muy pobre.

En este momento, ese partido tiene miles de cargos de libre designación en contacto constante con las empresas que dan servicios a sus administraciones, junto con una infantería burocrática digna de sistemas con partido único. Son cientos de altos cargos con sueldos en torno a los 60.000/70.000 euros anuales, más dietas y extras. Y, aún así, el caso De Miguel demuestra que la tentación corrupta perdura y requiere de un control político mucho mayor.

Esta maquinaria engrasa el funcionamiento de la red y del sistema, pero cada vez sufre mayores ineficiencias, tiene menos visión estratégica y un nulo afán innovador, recaba menos talento y atrae a más parásitos. Esa red construye infraestructuras y edificios a demanda, y en cada uno de ellos hipoteca al país. Hay que desmontarla y reiniciar una administración pública eficiente, estratégica y decente.