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LA NIÑA DE LA COMUNIÓN

El éxtasis de las comulgantes maquineras


Dentro de “La niña de la comunión” (2022) veo dos películas, una muy buena y la otra más flojita. Tiene que ver con que Víctor García se ha formado en los Estados Unidos realizando entregas de sagas terroríficas de bajo presupuesto, y trae de allí técnicas aprendidas para provocar el susto, que no terminan de encajar en una vertiente del género localista. Por eso lo mejor es todo lo relacionado con la ambientación, muy realista al estilo de las películas de Paco Plaza. Más aún por moverse en un entorno rural, con lo que los mitos y leyendas corresponden a supercherías que van de la mano con las tradiciones y festividades religiosas. Es lo que realmente sorprende, mientras que los efectos para provocar el miedo en la audiencia joven son los de siempre, con luces que se apagan y se encienden intermitentemente, puertas que golpean solas, cortinas de ducha que se abren de repente, manchas que surgen en la piel fruto de un contagio inexplicable, visiones oníricas o pesadillas nocturnas de ahogamiento, y demás recursos manidos.

En cambio, sí confluyen mejor lo importado y lo propio en la acción temporal. A Víctor García le va bien tirar del subgénero ochentero tan en boga, dada la conexión generacional. Con la particularidad de que estas adolescentes bailan al ritmo maquinero que Chimo Bayo marcaba a finales de los años 80 en los giradiscos de las discotecas de la Ruta del Bacalao. De tal forma que lo pagano se mezcla con lo sagrado, y en días de comunión las chicas también vivían, ya fuera del círculo familiar, escapadas a festejar en el garito más cercano, solo accesible en el coche de algún pastillero.

Y durante el viaje puede ocurrir de todo, y así la explicación a la fantasmagórica aparición del personaje del título es atribuida en principio al consumo de “éxtasis” en mal estado. Pero será el contacto físico con esa vieja muñeca de comunión el que libere las fuerzas del mal.