Mikel INSAUSTI
DONOSTIA
CRÍTICA: «EMPIEZA EL BAILE»

No habrá más penas ni olvido

Vaya mi más sincera enhorabuena a Marina Seresesky, que a la tercera ha realizado esa película con la que cualquier cineasta, hombre o mujer, sueña. Me refiero al tipo de película que se queda guardada en la memoria del espectador, y que, por muchos años que pasen, sigue amarrada al recuerdo. El cine argentino tiene el poder de transmitir la nostalgia como ninguna otra cinematografía del mundo, y Seresesky lo ha heredado, aunque haya tenido que volver a su país para ponerlo en práctica. Y acierta a revivir tan contagioso sentimiento nostálgico a través de los sabores y los olores, antes incluso que de los sonidos y de los paisajes. El arranque es ya toda una declaración de intenciones, cuando el personaje de Darío Grandinetti viaja de Madrid a Buenos Aires y lo primero que hace es decir a su amigo que le lleve a comer una auténtica “fugazzeta con fainá”. Y, cómo no, es que en la calle Corrientes tiene que saber distinta, con todo su extra de queso, con toda su cebolla a la vista, y el sifón en la mesa y la solera porteña de origen pegada a las paredes del local, algo que no se puede exportar a otros lugares por más que la cocina internacional esté tan de moda.

Pero donde la historia te termina de ganar, te tumba y te retumba es en los diálogos. Es pura letra de tango, recitada por Darío Grandinetti, Mercedes Morán y Jorge Marrale como si fuera música celestial. Y si le pones el bandoneón de Astor Piazzolla de fondo, toca llorar de la emoción, con la escena del último baile resucitando al mismísimo Gardel y el sentido profundo de su famosa frase de aquel “no habrá más penas ni olvido” que Héctor Olivera convirtió en título de película.

Un momento catártico del que, acto seguido, te rescatan los créditos finales que homenajean a los personajes episódicos y anónimos de esta road movie a bordo de una vieja furgoneta Volkswagen por las rutas polvorientas de Mendoza.