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Las arrugas del adjetivo


Decía Alejo Carpentier que los adjetivos son las arrugas de la literatura, añadiendo que cada época tenía los suyos y, por tanto, su naturaleza era la de ser perecederos. No parece, sin embargo, que esta caducidad afecte a los adjetivos de las reseñas, aunque ya no sé si son arrugas o verrugas.

Para mostrar esta pervivencia, utilizaré diversas reseñas vertidas sobre la reciente «novela» de Ignacio Martínez de Pisón, “Castillos de fuego”. En ellas, los críticos muestran que no han cortado ese cordón umbilical que los une a sus homólogos de hace décadas.

La novela de Pisón la han calificado de «soberbia, grandiosa, extraordinaria, formidable, espectacular y magistral». Y de «relato rico, sólido, vibrante y pieza narrativa excelente».

Como lector de reseñas, me hubiese gustado que alguno de ellos dijera: «Esta novela es maravillosa y voy a decir por qué». Pero no. No hay tal milagro de interpretación. Comprensible. La palabra «maravillosa» no figura como categoría literaria. Y ya se sabe que lo «literario» es un comodín, fruto bastardo de la vagancia. Se da por hecho que entendemos lo mismo por dicho concepto, pero no es así. El nivel literario de Pisón no es el mismo que el de Millás. Ni se alcanza por idénticos vericuetos. Y, cuando se dice de una novela que es «soberbia o magistral», ¿a qué nos referimos, al lenguaje, a sus tramas, a su punto de vista, a su coherencia textual?

Y no sé si lo hacen para despistarnos, pero tampoco ayudan mucho diciendo que se trata de una «novela, un relato o una pieza narrativa o un conjunto de historias». ¿En qué quedamos? ¿Es “Castillos de fuego” relato, novela o una gavilla de historias cosidas y trasladadas de la prensa de posguerra al texto? ¿Cuál es el nexo que da «unidad novelesca» a esta morrena periodística? Esa unidad, ¿está en el texto o la tiene que poner el lector?

También resulta curioso que los reseñistas no coincidan en los adjetivos seleccionados y aplicados a la novela. No parece que hayan leído el mismo texto a pesar de alabarlo al unísono. Tampoco aseguran que esté bien escrita, un juicio al alcance de cualquiera, aunque sea un juicio de riesgo, pues habría que decir en qué consiste «escribir bien», expresión escurridiza como pocas. Pero hubiera sido divertido constatarlo, porque no creo que los reseñista aquí concitados tengan el mismo concepto de escribir bien o mal. Y, si Pisón escribe bien, lo será, supongo, por distintos motivos a los de Vila Matas.

Este sistema de reseñas hace agua por cualquier flanco y, en el caso de los adjetivos usados en ellas, es un espectáculo que, más que aclarar, confunde.

El lector, si lo desea puede hacer la prueba y comprobará la fragilidad de esta crítica. Tome cualquier adjetivo de estas reseñas y sustitúyalo por el sinónimo que traiga el diccionario. Por ejemplo, sólida. Dará lo mismo que el reseñista use «trabada, consistente o equilibrada», porque el lector se le quedará la misma cara. Y, si le dice «interesante», no cambiará lo más mínimo si lo sustituimos por «sugestiva, atractiva y fascinante». A fin de cuentas, ¿qué quiere decir «interesante» en términos literarios?

Esta situación recuerda a lo que Pla sostenía de Baroja, del que decía que «escribía los adjetivos como suelta un burro sus pedos». Imagen que describe bien a estos reseñistas que padecen idéntica diarrea adjetival que el escritor vasco.

Otra marca de la casa asocia al escritor de hoy con autores del pasado. De la novela de Pisón se dirá que se trata de «una obra galdosiana» o que despide «un aliento galdosiano». ¿Halitosis, tal vez? Que en el siglo XXI digan que tu escritura evoca el aliento de Galdós, el garbancero, ¿es elogio o puñalada? Benet diría que sería la prueba de un mal escritor. También se afirma que la novela está «a medio camino entre Almudena Grandes y Pérez-Reverte», lo que ya no sé qué es peor. No por Pisón, que también, sino por el lector que se queda sin saber cómo es un escritor que se halla en esa encrucijada.

Tirando de analogías, el reseñista dirá que la novela de Pisón «la habría admirado Baroja y fascinado a Delibes». Seguro. Pero, ¿por qué? No sabe, no contesta. Y presentar a Pisón como «nuestro Philip Roth» es de traca. Si es así, ¿qué tendrá Grandes y Pérez-Reverte de este Roth por la parte analógica que les corresponde? Si Pisón está a medio de camino de aquellos, eso significa que ambos merodearán la escritura de Roth.

Algunos, tocados de cierto paternalismo moralista, advertirán de que, leyendo a Pisón, «el lector experimentará el poder de la literatura». Y, cuidado, porque, «nos enfrentará con historias sin esperanza que nos dejan temblando». No sé, pero me da que, si se entera nuestro psiquiatra, seguro que nos aconseja que mejor será que leamos a Corín Tellado o a Dolores Redondo. No estamos para leer novelas que nos dejen hechos una mierda.

Termino con uno de los tópicos habituales en las reseñas de ayer y de hoy. La utilización de la parte por el todo. La llamada sinécdoque. Y así, la novela será calificada como «la gran novela de la posguerra española». Y es que el reseñista se ha leído «todas las novelas» de ese tiempo. Otro añadirá que “Castillos de fuego”, además de ser «una de las mejores novelas de Pisón» -seguro que también se ha leído todas las novelas del escritor aragonés-, «es uno de los mejores libros del año». Menos mal que la novela se publicó en febrero. Otro enterado dirá que «está a años luz de todas las demás novelas que han llegado a las librerías». Lo que nos lleva a pensar que, quizás, nos encontremos, no ante un reseñista, sino ante un imbécil. O ambas cosas «ex aequo».

Termino por donde empecé. Carpentier decía que los grandes estilos se caracterizaban por la parquedad usando adjetivos. Y que, cuando se les otorga una importancia excesiva o singular, caso de estas reseñas, se convierten en arrugas que delatan la decrepitud del estilo de quien escribe. Y, no sé, pero, si es como decía Buffon, que el estilo es el hombre, estos reseñistas tendrían que mirárselo.