Excepcionalidad penitenciaria
Con una naturalidad que escandaliza y con el sempiterno argumento de que el fin justifica los medios, hay una tendencia gubernamental y de sus acólitos que frivoliza y descarta la excepcionalidad carcelaria que han padecido al menos 7.000 hombres y mujeres de Euskal Herria. Bajo tres códigos penales ya de por sí altamente punitivos (1973 con el dictador, 1995 con el PSOE y 2003 con el PP), los derechos de los presos quedaron relegados a la nada, añadiendo a las condenas, la venganza del legislador y del ejecutor. Ahora, con la reconstrucción del relato, la represión carcelaria, en todas sus formas, ha sido anulada, como si jamás hubiera existido.
Esta estrategia forma parte de un todo más amplio, en cuyo vértice, siguiendo el estilo franquista, figuran la impunidad y la elevación a la categoría de héroes (condecoraciones, ascensos y jubilaciones esplendorosas) a los actores de las tropelías. Cuando, como ha sucedido, informes de Aranzadi o Argituz o del director de la cátedra de Derechos Humanos de la Universidad del País Vasco, han relatado las vulneraciones en el interior de las cárceles, incluso las torturas infligidas a los detenidos, los defensores del relato único e inmaculado han puesto el grito en el cielo. PP, PSOE, PNV y sectores de Podemos quieren desterrar de la narración el hecho continuado de las violaciones de derechos entre muros, en esa senda bien engrasada que están construyendo hacia el relato único.
Las mayores manifestaciones sostenidas en el tiempo, así como la mayor oleada solidaria y popular que ha conocido nuestro país en el último siglo ha estado relacionada con los presos. Con su circunstancia invisible y con la denuncia de su situación de rehenes para condicionar la vida diaria. Esta constatación también ha sido borrada de la fotografía general. Y de paso, junto al modelo represivo y penal, todas las consecuencias laterales.
Por el apoyo a los presos y la denuncia de su situación, la Policía y la Guardia Civil han matado impunemente a 18 vascos. La situación en el interior de las cárceles, el primer grado, el aislamiento y la presión de los funcionarios, llevó al suicidio de diez presos vascos y al de otros dos antes de entrar en la cárcel. Un total de 20 familiares de presos fallecieron en la carretera cuando iban a visitar a los suyos. Cientos de accidentes en esos millones de kilómetros que han recorrido allegados y amigos. Por enfermedad, algunas de ellas perfectamente superables con antibióticos, murieron 24 presos vascos, y dos a resultas de las torturas. Juanjo Crespo Galende falleció tras 83 días en huelga de hambre, reivindicando la mejora de las condiciones de vida en prisión.
Así que son al menos 73 muertos por la política de excepción carcelaria. Merecen un respeto, como el que se le ofrece a otro tipo de víctimas. Pero, al parecer, su recuerdo incomoda y hay que borrarlo del relato, retirarlo de los trabajos municipales y arrojarlo a la papelera de la invisibilidad. El Estado de derecho no tiene fisuras. O no puede tenerlas, según el guion «democrático». De ahí esa descoloración en noticias e informes.
Las muertes son la muestra más dramática del presidio, de la custodia que reclama el estado para su disidencia. Pero hay también otro aspecto, probablemente menos trabajado, incluso por los grupos solidarios con los presos, que demuestran esa excepcionalidad. Nelson Mandela dijo en cierta ocasión que, «un Estado no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada».
Naciones Unidas, organización a la que se adhirieron España (1955) y Francia (1945) ha regulado el tratamiento a los presos. Precisamente en el año en el que la dictadura española fue aceptada en la ONU, ahora hace 68, la institución mundial acordó las «Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos». Tiempo suficiente para ser traducidas, entre otras lenguas al castellano, y para que fueran el catecismo de Instituciones Penitenciarias. Sin embargo, la excepcionalidad y el deseo perpetuo de venganza se cargaron la aplicación de las normas, tanto en dictadura como en la última época, la de la democracia monárquica.
La regla primera ya nos pone sobre la pista: «Todos los reclusos serán tratados con el respeto que merecen su dignidad y valor intrínsecos en cuanto seres humanos. Ningún recluso será sometido a tortura ni a otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, contra los cuales se habrá de proteger a todos los reclusos, y no podrá invocarse ninguna circunstancia como justificación en contrario. Se velará en todo momento por la seguridad de los reclusos, el personal, los proveedores de servicios y los visitantes». Por el contrario, la estrategia hispana ya la definió Pedro J. Ramírez en aquella misiva que escribió en 1981. «No hay derechos humanos en juego a la hora de cazar el tigre. Al tigre se le busca, se le acecha, se le acosa, se le coge, y, si hace falta se le mata». Hablaba a etarras y presos.
Las reglas de Naciones Unidas se componen de 122 puntos desarrollados genéricamente. Tengo la impresión de que, en estas últimas décadas, Instituciones Penitenciaras y por extensión quienes marcaban las pautas de su actividad, han violado los 122, han incumplido reiteradamente su validez.
En contra de las normas de la ONU, las presas y los presos vascos han estado aislados 23 horas al día, han sufrido malos tratos en traslados, sus familiares han desconocido destinos, la atención médica ha brillado, en muchos casos, por su ausencia. También les han negado la posibilidad de estudiar, han referido robos de pertenencias, han tenido prohibido hablar en euskara y han sido castigados reiteradamente por reivindicar sus derechos. La frase citada de Mandela bien que se podía transformar en la de «un Estado no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a sus presos». Y en nuestro contexto, la valoración suspendería rotundamente.