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Caravana zapatista contra megaproyectos


Entre el 25 de abril y el 4 de mayo se desarrolló la caravana El Sur Resiste, que durante diez días recorrió siete estados del sur apoyando las resistencias locales contra el extractivismo y las grandes obras de infraestructura (https://elsurresiste.org/). Fue organizada por el Congreso Nacional Indígena (CNI) y el Concejo Indígena de Gobierno (CGI), apoyada por el EZLN y decenas de organizaciones locales que la recibieron en por lo menos veinte puntos de resistencia. En cada uno de ellos, además de recibir, alojar y alimentar a los miembros de la caravana, se organizó un foro para escuchar los problemas de cada localidad o pueblo en resistencia.

De ese modo, se iban subiendo nuevas personas a la caravana que comenzó con un centenar de personas y terminó con más de trescientos integrantes, un tercio provenientes de Europa, Estados Unidos y América Latina, y los demás de muchos puntos de México. Al final se organizó un foro internacional sobre el extractivisimo en San Cristóbal de las Casas, que finaliza hoy domingo 7.

No es la primera caravana que organizan los pueblos ni será la última, convertida esta modalidad en una herramienta más de resistencia que utilizan los más diversos sectores sociales en América Latina.

Quizá la más notable fue la que protagonizó el EZLN en 2001, que recorrió diecisiete estados y tuvo una duración de 37 días, desde Chiapas hasta la Ciudad de México. Se inició con 3.000 personas, cuarenta autobuses, cien vehículos de prensa nacional e internacional, automóviles con diputados mexicanos e italianos, abarcando una extensión de tres kilómetros y con un recorrido total de 6.000 kilómetros. El acto en el Zócalo fue multitudinario y a lo largo de su recorrido millones de personas escucharon a las y los comandantes zapatistas.

Aquella caravana se denominó Marcha del Color de la Tierra y se propuso romper el cerco militar e informativo tendido por el Gobierno federal y de los estados, pero fue también un intento de unir a los diversos movimientos que caminaban por separado. Más allá de las interpretaciones, marcó un antes y un después en la construcción de la autonomía zapatista, ya que ante la negativa del Parlamento a reconocer los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996 por el Gobierno y el EZLN, comenzaron a construir sus autonomías de hecho.

Para la gente de los pueblos fue un cambio notable. Un wixárika le dijo a Gloria Muñoz, diez años después: «Esa Marcha sin duda marcó muchos cambios. Antes ninguno en mi comunidad sabía de sus derechos o el por qué peleábamos. A partir de ese día, empezó el diálogo y el indígena comenzó a caminar solo» (“La Jornada”, 12 de marzo de 2011).

La caravana actual tuvo objetivos más modestos pero tal vez de mayor proyección histórica. Se propuso visibilizar las resistencias existentes, que son muchas más de las imaginables, pero al estar aisladas no tienen repercusión mediática y a menudo no son conocidas por otras resistencias similares. También consiguió animar a los grupos que luchan contra los dos principales proyectos extractivos: el Tren Maya y el Corredor Biocéanico, ambos encarados por las Fuerzas Armadas.

Sin embargo, al visibilizar y fortalecer las resistencias, se consigue también darles un sentido de duración en el largo plazo, ya que el modelo no se va a detener pero una gran cantidad de iniciativas de base puede deslegitimarlo y colocarlo a la defensiva. Creo que este punto es central. Para los pueblos originarios, los más activos en México y en toda América Latina, el tiempo largo es fundamental, sobre todo para su sobrevivencia como pueblos, manteniendo y reproduciendo sus modos de vida diferenciados.

En México viven 23 millones de indígenas, el 20% de la población, la inmensa mayoría en el sur, donde representan un sector decisivo de la población que se está viendo afectado por las obras mencionadas. Algunos pueblos en la ruta arqueológica de Yucatán reciben ahora unos 30.000 turistas al año, cifra que se puede multiplicar hasta los tres millones, lo que representará un verdadero terremoto social y cultural cuyos beneficios quedarán en muy pocas manos.

Entre los enemigos de los pueblos figuran los gobiernos de todos los colores, empeñados en el desarrollismo, las Fuerzas Armadas y el crimen organizado que parecen trabajar juntos para destruir las bases sociales de las resistencias. En México se registra una particularidad única en toda la región: el gobierno denominado progresista le entregó aeropuertos, puertos, aduanas y obras de infraestructura al Ejército, que puso en pie empresas propias para la construcción de las obras.

Este modo de militarización de la sociedad no tiene precedentes. Con la caravana El Sur Resiste estuvimos en Mogoñé Viejo, en Oaxaca, pueblo que durante 60 días mantuvo paralizadas las obras del tren que unirá los dos océanos para lubricar el flujo de mercancías mientras se sigue bloqueando el paso de los migrantes. Al día siguiente de nuestra visita, el campamento Tierra y Libertad fue levantado por la Marina, usando armas de guerra (los militares no cuentan con material antidisturbios).

La militarización del modelo extractivo no es patrimonio exclusivo del Gobierno mexicano de Andrés Manuel López Obrador. El argentino decidió desplegar a los militares en ocho emprendimientos, entre ellos el hidrocarburífero Vaca Muerta en el sur, y el chileno decidió militarizar Wall Mapu (territorio mapuche) donde operan las grandes empresas forestales. Se trata de una militarización estructural, que ya no depende del color de los gobiernos, porque este modelo de despojo solo puede sostenerse por la fuerza de las armas.

Es evidente que el despliegue militar entorpece las resistencias de los pueblos, siendo ese el objetivo al definir las obras como parte de la «seguridad nacional». Por eso es importante no dejar a nadie aislado en su lucha, y para eso se ha realizado esta caravana que nos permitió descubrir que en todos los rincones del continente se sienten los mismos dolores.