GARA Euskal Herriko egunkaria
GAURKOA

Tinta de chipirón


El desplome del vertedero de Zaldibar se llevó por delante la vida de dos trabajadores, uno de ellos, Joaquín Beltrán, aún sin aparecer. El incendio posterior provocó una nube tóxica en la población citada, Ermua, Eibar y otras de los alrededores. Las responsabilidades fueron disueltas en multas e indemnizaciones millonarias. La Unión Europea amenaza con sanciones a cuatro vertederos vascos, mientras que la incineradora de Zubieta paraliza una y otra vez su actividad, arroja vertidos contaminantes a la erreka Arkaitz y sus trabajadores van a la huelga exigiendo condiciones mínimas de salud. Los residuos no importan porque por encima de su gestión está el negocio. Mucho dinero.

Más de 300 actividades altamente contaminantes en Hego Euskal Herria. En Zorroza soportan cada año el procesamiento de 100.000 toneladas contaminantes en una fábrica que debería estar cerrada desde hace cinco años. Ahora anuncian que quizás en 2027. En Legutio, los vecinos están asqueados de las empresas que se dedican al reciclaje del material industrial. Su salud se resquebraja, como la de los vecinos de Erandio que en 1969 salieron a la calle a protestar por la polución y fueron baleados y muertos por la Policía. Hoy, incluso, su recuerdo ha sido borrado por supuesta apología.

La pandemia de la covid nos ha dejado más de 10.000 muertos en Euskal Herria, cerca de la mitad en residencias de mayores. Nos hemos enterado, por esta alta mortandad en residencias que ha hecho descender nuestra esperanza de vida en un año, de condiciones infrahumanas en algunas de ellas. Que habían sido privatizadas para ganancia de unos pocos y que los patronos habían hecho un cartel, como si se tratara de un ejercicio especulativo más. Traficar con la gestión de los vulnerables.

Los aplausos a los sanitarios que hicieron de freno a la expansión de la covid fueron el apartado lúdico para tapar la degradación de la sanidad pública. Una perversión que ha pasado por encima de organigramas técnicos para favorecer el clientelismo, que ha desmantelado la red sanitaria pública desde sus cimientos más cercanos (la limpieza), hasta sus órganos gestores naturales. Aunque parezca propio de Turquía o Sierra Leona, los directores generales de Osakidetza de las últimas décadas han sido imputados por diversas razones.

Tenemos una policía en el tercio autonómico desbocada, parasitada por el unionismo extremo. Acaba de amenazar con el boicot a una carrera ciclista internacional demostrando, con un accidente en la Itzulia femenina, de los peligros que conlleva semejante coacción. Que cada año que pasa se acerca más a la actividad histórica y ultra de sus vecinos, acumulando asaltos a protestas laborales, torturas señaladas por el IVAC y una actitud chulesca que le ha llevado a aplicar la ley mordaza con unas ratios espectaculares. Exigiendo incluso su mayoría sindical la no derogación de esa ley infame. Un modelo policial lejano al de cercanía, basado en una actividad de gasolinero, incendiando escenarios en vez de apagarlos.

La vivienda, soporte activo para la existencia, después de que nuestros antepasados salieran de las cuevas, se ha convertido en un nuevo medio especulativo, de negocio lucrativo en el que han entrado incluso aquellos bancos que rescatamos con nuestros impuestos en 2008 para forrarse también a sus consejeros. Su carestía ha cambiado tendencias centenarias, ha modificado el curso de nuestra sociedad comunitaria, ha hecho descender la natalidad -junto a otras razones- y ha eclosionado como el primer problema de los jóvenes que acceden al patio vital. Pero el valor del metro cuadrado tiene más importancia que cualquier emoción original, que cualquier derecho democrático.

Atrapados entre bancos carroñeros y necesidades de subsistencia, centenares de hombres y mujeres, con los muebles a cuestas como en los éxodos bíblicos, han sido expulsados de sus viviendas, algunos arrojados al suicidio. Nuestras urbes se han convertido en un nido de multinacionales, con trabajadores mileuristas de contratos basura, mientras Añana, Gaubea o las Améscoas se despueblan. La gentrificación y el turismo están desplazando los colores de nuestro territorio. La estacionalidad está modificando nuestras raíces.

Esas mismas que han entrado en una venta alocada, sin subastadores que regulen un mercado en manos de trúhanes sin patria. Tenemos el país en venta por unos cuantos platos de angulas y esos 26 millones que se llevaron cada uno de los consejeros de nuestra supuesta compañía telefónica. En medio de esos 600.000 vascos en la pobreza, las empresas aparentemente estratégicas ganan a espuertas, más que nunca. Sueldos insultantes y obras de la misma magnitud, inútiles como las de la Super Sur, metro donostiarra o el Tren de Alta Velocidad. ¿Cuántos hospitales, cuántos puestos de trabajo, cuánto arrope a la vulnerabilidad?

La temporalidad en el sector público vasco es del 40%, la más alta de Europa. Signo, también, de la naturaleza de los gestores. Clientelismo, enchufismo, puertas correderas a los jefes descubiertos, arrope partidista, prisión para el director de la Hacienda guipuzcoana, soporte económico a De Miguel… Un falso oasis vasco que jamás ha existido.

Nada de lo anterior importa, sin embargo. El quid ha sido revelado desde las cloacas. Voluntarios de Gestoras pro amnistía, trabajadores de Herriko Taberna, jóvenes de Segi, periodistas de “Egin”, militantes de Ekin y Batasuna, abogados de presos vascos, manifestantes contra vulneraciones de derechos humanos... y militantes de ETA han conformado una variopinta terna de 44 hombres y mujeres criminalizados por engrosar listas, entre casi 4.500 elegibles de EH Bildu. Una doble criminalización, porque excepto dos militantes de Herri Batasuna que jamás fueron condenados, el resto cumplió prisión gracias a un Código Penal excepcional. No hay redención posible, quizás en una próxima reencarnación. Nuevamente los presos, esta vez expresos, siguen siendo rehenes de una política vengadora.