Izquierda y anticapitalismo
La irrupción del nazismo y del fascismo en la década de 1930 modificó de raíz la actitud del campo revolucionario europeo. O, mejor, fue el comienzo de un largo viraje que culminó, probablemente, en la conformación de los progresismos actuales, sobre todo en América Latina pero también en Europa.
La lucha contra el capitalismo dejó de ocupar el lugar central que había tenido desde las revoluciones de 1848 y la Comuna de París (1871), siendo progresivamente habitado por la lucha contra la derecha. Al punto que hoy ya no se habla de capitalismo, salvo por parte de grupos radicales y de escasa gravitación. Sin embargo, la experiencia nos dice que es posible poner en el centro el combate a la derecha sin abandonar el anticapitalismo, como ha hecho estos día el movimiento kurdo en Turquía al movilizarse contra la candidatura de Erdogan, sin abjurar de sus objetivos y principios.
Es cierto que el «socialismo real», o sea, el estatista, fracasó completamente y que el principal defensor del socialismo hoy es el régimen chino, que la emprende contra los trabajadores huelguistas que no se pliegan a las órdenes del Partido Comunista y del Gobierno. Y que defiende el capitalismo pese a ese discurso, aliándose con las grandes empresas multinacionales y el capital financiero.
Los fracasos de las revoluciones no justifican que se abandone la resistencia al capitalismo, menos aún la crítica a un sistema que diariamente enseña sus miserias, entre las que destaca la destrucción del medio ambiente y la opresión y humillación de una porción considerable de la humanidad. Si el camino de la conquista del poder estatal no permitió superar el dominio del capital, el de las reformas graduales nunca levantó vuelo, ya que su principal valedor, la socialdemocracia, hace mucho tiempo abandonó cualquier pretensión antisistémica.
Lo que pretendo apuntar es que se puede ser flexible sin abandonar los valores ni los objetivos; que no es necesario recaer en prácticas e ideas estalinistas para seguir resistiendo a este sistema. El feminismo avanzó en todo el mundo sin haber alcanzado el poder estatal, comenzó siendo anticapitalista y una parte del movimiento sigue siéndolo. La objeción de conciencia consiguió buena parte de sus objetivos, como el fin del servicio militar obligatorio, sin haber conquistado el poder estatal ni abandonar la crítica frontal al militarismo. El ecologismo consiguió grandes avances en la conciencia social a contrapelo de los Estados, no gracias a ellos, y una porción de ese movimiento sigue cuestionando el sistema hegemónico.
Por eso sostengo que ser anticapitalista no supone habitar los márgenes. Por el contrario, la política de las izquierdas electorales no está haciendo más que consolidar el capitalismo, justo en el momento en el que este sistema tiene poco que ofrecer a las clases trabajadoras y en particular a los jóvenes, ya que la mitad de la población del mundo no tiene futuro con el modelo de acumulación por despojo, el extractivismo neoliberal impuesto por el capital financiero.
La victoria de las derechas que vienen arrasando en América Latina y en Europa es fundamentalmente cultural. Prueba de ello es que no pocos dirigentes de la izquierda envían a sus hijos e hijas a colegios privados y católicos, se compran chalets de lujo y viven como burgueses. Quizá por eso los sectores populares tienden a apoyar a la ultraderecha en cada vez mayor proporción: si se trata solo de gestionar el capitalismo, ¿quién mejor para hacerlo que los propios capitalistas y sus sirvientes, no unos académicos que hablan contra la derecha pero anhelan vivir como los ricos?
Dos temas adicionales. El concepto de izquierda es relativo y dice muy poco. ¿Trump es la derecha y por lo tanto Biden es la izquierda? He escuchado a personas de izquierda en Estados Unidos apoyar la candidatura de Hillary Clinton en 2016 para evitar el triunfo de Trump, pese a su inocultable corrupción y luego de haber propiciado invasiones y ataques militares contra países del Sur.
Un razonamiento similar se observa en América Latina. El antimilitarismo fue una seña de identidad de las izquierdas, pero ahora los gobiernos progresistas de Argentina, Chile y México defienden el despliegue de las Fuerzas Armadas para defender el extractivismo, sin el menor rubor. Al finalizar las dictaduras del Cono Sur, los militares debieron replegarse del escenario público perseguidos por la sistemática violación de los derechos humanos. Ahora retornan en ancas de las izquierdas progresistas, que no consigue explicar semejante voltereta.
La segunda cuestión es el papel de los medios, que deciden quién es de derecha y quién de izquierda, sin oposición ni resistencia de quienes en otros tiempos fueron valedores del pensamiento crítico que, por cierto, parece haberse extinguido en nuestras universidades y en los debates públicos.
Las izquierdas optaron por competir con las derechas en el terreno mediático para atraer votos, o sea, en uno de los principales tinglados del sistema, dejando de lado la posibilidad de espacios propios para la reflexión y el debate aunque no tengan proyección masiva. Apostarlo todo a los medios y a lo masivo, produce un desequilibrio que conduce a derrotas inevitables porque, como sentenció la poeta afroamericana Audré Lorde, «las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo».
Es cierto que la porción mayoritaria de esos progresismos, sobre todo los de cuño socialdemócrata, pero no solo, han renunciado a desmotar el sistema y prefieren un lugar a la sombra del capital. Lo que produce desmoralización es que buena parte de las izquierdas «alternativas» sigan el mismo camino que vienen transitando las socialdemocracias.
El abandono del pensamiento crítico es consecuencia de las opciones señaladas arriba. En realidad, es el terreno en que la audacia y la libertad deberían predominar, pero incluso el pensamiento está siendo dominado por el pragmatismo, lo que es una pésima señal para el futuro.