Esconder a las víctimas
El 7 de mayo de 1977, al oeste de Buenos Aires, unos matones de la fuerza aérea argentina abordaron a Pilar Calveiro en plena calle y la metieron por la fuerza en un Ford Falcon azul para llevársela a un torturadero clandestino. En la Mansión Seré comenzó un itinerario de tinieblas y espanto que iba a prolongarse durante año y medio y que iba a terminar en la ESMA. La primera noche, la noche de su secuestro, Calveiro soñó que su marido se despedía de ella desde el rectángulo inmóvil de una fotografía. Su marido se llamaba Horacio Domingo Campiglia y lo hicieron desaparecer en Río de Janeiro tres años después. El Plan Cóndor no conocía las fronteras.
Calveiro se convirtió en la reclusa número 362. Después, cuando logró exiliarse a México y sometió su propia experiencia al filtro de la razón, explicó en su ensayo “Poder y desaparición” los códigos que operaban en la ceremonia de las redadas. En los campos de concentración argentinos, igual que en cualquier otra mazmorra de tortura, el poder no era más que una técnica aplicada de forma reglada con la certeza de obtener unos resultados predecibles. La fuerza caía sobre los cuerpos para quebrarlos, uniformarlos, amputarlos y desaparecerlos. Basta someter a las personas más señaladas para que toda una sociedad sucumba.
Dice Calveiro que el tormento era en primer término un acto de bienvenida. Cuando una persona llegaba a un centro de detención, tenía lugar un ritual iniciático fundado en la violencia. El huésped perdía de inmediato su condición humana: se le asignaba un número, se le desnudaba y se le cubría el rostro con una capucha. Había que arrancarle una confesión, había que producir una verdad. La primera intervención violenta sobre el cuerpo tenía carácter logístico, es decir, buscaba que el prisionero ofreciera la información necesaria para hacer nuevos prisioneros. La tortura de unos era el camino más rápido para garantizar la tortura de otros.
El año en que secuestraron a Calveiro, Jean Améry reeditaba “Más allá de la culpa y la expiación”, un ensayo autobiográfico en el que expone su trauma de prisionero del Tercer Reich. Lo que une a Améry y a Calveiro es que ninguno de los dos se conforma con el relato personal. Hay en ambos casos un ánimo teorizador, una voluntad de desentrañar el papel que desempeñan los tratos inhumanos en el control del cuerpo social y en la aniquilación de toda expresión de disidencia. Frente a la tentación de entender la tortura como el desliz casual de un funcionario descarriado, se impone la idea de la tortura como sistema. Como método.
A Jean Améry lo retuvieron en la fortaleza belga de Breendonk y lo colgaron de una polea hasta dislocarle los brazos. “Oí entonces un crujido y una fractura en mis espaldas que mi cuerpo no ha olvidado hasta hoy”. La tortura, dice Améry, es una modalidad indeleble de escritura. Quien ha sido torturado permanece para siempre torturado y no importa que los exámenes clínicos sugieran otra cosa, no importa que la víctima sonría a sus amigos y lleve una vida de aparente jovialidad porque en el fondo de sus entrañas hay una herida cuyas costuras crujen y podrían ceder en el momento menos deseado.
En 1976, Jean Améry abrió su ensayo “Sobre el suicidio” con una cita de Ludwig Wittgenstein: «El mundo de la persona feliz es distinto del de la persona infeliz». En una ocasión, un estudiante le reprochó su inexperiencia en la materia. «¿Por qué ha escrito usted este libro sobre el suicidio y no se ha suicidado?». Améry le respondió: «¡Paciencia!». Poco después, durante un viaje a Salzburgo, se quitó la vida con una macedonia de somníferos. Dice Primo Levi que el suicidio de Améry admite una interpretación nebulosa. Ahora, sin embargo, es inevitable pensar en las secuelas corrosivas de su paso por los calabozos nazis.
Las Naciones Unidas celebran mañana el Día Internacional de apoyo a las Víctimas de la Tortura. Mientras tanto, bajo el pretexto del adelanto electoral, el Gobierno de Iñigo Urkullu ha aplazado los actos públicos de desagravio a las víctimas reconocidas en el informe oficial del Instituto Vasco de Criminología. Estaba previsto también que se divulgara la segunda parte de la investigación y se añadieran nuevos casos a los 4.113 episodios acreditados en 2017. Uno no puede dejar de preguntarse qué revelaciones comprometedoras recogen los registros para que resulte tan inconveniente difundirlas a las puertas de unos comicios.
A partir de mañana, NAIZ ofrece a sus sucriptores el acceso a “Karpeta urdinak”, el documental de Ander Iriarte que llevó la voz de las víctimas de la tortura al festival de cine de Donostia. Que esas voces existan es un regalo que no merecemos desperdiciar. Al fin y al cabo, muchos de los que fueron forzados a hablar durante la detención incomunicada terminaron guardando silencio para el resto de sus vidas. En el País Vasco, dice Paco Etxeberria en el documental, han detenido a unas 20.000 personas y hay noticia de casi 10.000 casos de tortura. «Gente que incluso ahora no tiene ganas de hablar del asunto».
Si la tortura es un método de control social, como defiende Calveiro, los supervivientes son el testimonio de que ese control no fue definitivo. Y si la tortura es una escritura indeleble, como sostiene Améry, los torturados salen hoy a la luz como textos vivos que cualquier ciudadano sensible puede leer. ¿A quién le interesa que esos textos no se lean? ¿Quién esconde a las víctimas como se esconde a un pariente pobre en una cena de gala? ¿Cuántas veces han convertido el dolor del conflicto en moneda electoral y cuántos escrúpulos emergen de repente? ¿Cuántos debates éticos a la carta hemos de presenciar? ¿Hasta cuándo?