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La desigualdad tranquila


Este verano, tras la revuelta de los barrios periféricos, excluidos y racializados de la gran Francia, me llamó la atención un tweet de Maruja Torres en el que afirmaba que los disturbios se debían a que «la desigualdad salvaje y sus consecuencias no pueden ser tranquilas». No, claro que no, las consecuencias de la desigualdad nunca pueden ser tranquilas para quien las padece. Sin embargo, nos acostumbramos a banalizarlas y luego achacamos a la inconsciencia o, últimamente, al micromachismo y lo curioso es que cuando intentamos señalar los estereotipos, las prácticas sexistas, normalmente, se arme un revuelo de dos pares de tetas.

Septiembre es el mes de la vuelta al cole y una de las frases que más escuchamos es la manida de «educar en igualdad» que muchas personas asumen y traducen como «yo trato a todo el mundo igual, no hago diferencias». Tratar igual implica, curiosamente, mantener la desigualdad porque supone no dar recursos para identificar qué es la desigualdad. Tratar como igual lo que va a exponerse y vivir realidades diferentes implica dejar en la oscuridad más absoluta a las niñas y a los niños para desvelar que no son problemas personales sino un sistema de ordenamiento sexista en el que se van a integrar. Que podrán jugar al fútbol, pero las consecuencias serán distintas. No se puede educar en igualdad creyendo que basta con dar los mismos mensajes porque entonces educaremos para que un modelo, el que sirve de referente de la igualdad, siga creando desigualdad. Aparte de que, como ya han demostrado numerosos estudios sociológicos, no es verdad que tratemos de igual manera, es decir, que rompamos con los estereotipos sexistas y proporcionemos a niñas y niños recursos para un desarrollo y un acceso a las oportunidades sin discriminación por razón de sexo.

¿Cómo es posible, si educamos en igualdad, que se mantenga la discriminación, que los índices de violencia sexista ejercida por agresores menores de edad no pare de crecer? Los menores violan, pero somos los adultos los que enseñamos la desigualdad y la cultura de la violación en nuestro cotidiano.

Para educar en igualdad es necesario reconocer las situaciones de discriminación y dotar de las herramientas necesarias a quien pueda ser objeto de discriminación para que sepa cómo actuar y a quien pueda ser beneficiario de privilegios proporcionarle mecanismos de identificación y de renuncia a ellos.

La desigualdad no son casos aislados y, no, no se nace con ella, se nace en ella. Mientras la pregunta que nos sigamos haciendo sea «¿por qué las nuevas generaciones vienen tan machistas?» en lugar de «¿qué es lo que estamos haciendo para darle continuidad a este sistema?», seguiremos tolerando tranquilamente el sexismo desde su esencia y desde la profundidad a la superficie.

Rubiales señalaba tras su agresión, en una de sus primeras declaraciones, que son gestos a los que solo los tontos pueden darle importancia. Besar en la boca sin su consentimiento a una empleada nunca es un gesto. Y ojo, tampoco, si eso mismo se aplicase a la celebración con los hombres jugadores de fútbol, porque una agresión es siempre una agresión; no quisiéramos que se tradujese la igualdad en equiparar los abusos de poder o el uso de la violencia. Rubiales representa lo que denunciamos las feministas sobre los machirulos y es que aquello que se atreven a realizar en público es solo la punta del iceberg de lo que son capaces de hacer en privado. Precisamente, meses antes del mundial, las jugadoras se plantaron por el trato vejatorio que recibían y una de sus quejas era el paternalismo con el que eran tratadas y la baja calidad de su preparación. La federación entera y los «hombres del fútbol» han quedado retratados. Nuevamente, las mujeres ganan terreno, pero siempre pese a lo que les rodea. Sin embargo, no deberíamos olvidar que no es una cuestión de equiparación y de solo ganar terreno, sino de que ese terreno no esté sembrado de sexismo. Así que no es un problema de cómo es Rubiales sino de cómo es la estructura de poder.

Tomar conciencia no es solo saber el lugar en el que te ubica el sistema, sino rebelarte ante esa posición de subordinación que no puede ser vivida como un problema personal o de falta de empoderamiento, como nos han demostrado las jugadoras de fútbol. Se necesita del refuerzo de lo colectivo. Ellas, además, han necesitado ser campeonas del mundo para tener cierta credibilidad. Así que imaginemos por lo que pasan diariamente millones de mujeres.

Al feminismo lo han querido maquillar para venderlo como algo que no nos trastoca y la mayoría de las personas creen que se puede ser feminista sin poner patas arriba al patriarcado interno, ese que nos habita para que todo continúe, o sin posicionarse frente a la estructura de poder. Entre ser machirulo y el silencio clamoroso de los cómplices hay un extenso camino en el que posicionarnos activamente, que necesita romper con la barrera del «yo educo en igualdad» para pasar a revisarnos en «cómo educamos para la desigualdad». Por eso, porque estamos protagonizando un cambio cultural, necesitamos pronunciamientos y acciones sin titubeos. Educar es solo una de las patas de esta revolución colectiva, porque sin cambio de estructura, en el mejor de los casos, todo se asemeja más a un cambio estético, sin modificación real. Siempre hemos dicho que la educación es importante, pero una educación en valores no sexistas requiere de una sociedad que tenga coherencia total con lo que se transmite de palabra, en el gesto y en el hecho. No se trata, como señalaba, solo de echar a Rubiales, sino que la cultura de la violación, del «no es para tanto, cómo os ponéis por un piquito» quede desterrada porque no es un beso, es una agresión.

Otra de las buenas consecuencias de lo que está ocurriendo es que las futbolistas nacionales e internacionales nos están dando una lección de feminismo, de sororidad, en la que la fratría patriarcal no se sabe manejar porque es un formato que no nos invita a la guerra sino a la desobediencia colectiva. Gracias a todas ellas.